El viejo me contó que cuando niño, puta, hace mil
años, le regalaron un muñeco con cara de mico. Era de esos que tenía cuerpo de físico
culturista, de tipo fuerte, ya tu sabe; calzones de plumas verdes y cinturón de
cuero; botas de cuero hasta abajito de las rodillas; traía también las manos
engarrotadas para que uno pudiera acomodarle un par de hachas. Así entonces él,
el viejo, podía imaginar que le cortaba los brazos y las piernas al ejército
enemigo.
Y casi que se le encharcaban los ojos contado estos
cuentos viejos que ahora nadie entiende, porque ya ni árboles hay, y nadie
sabe qué es un hacha; y ya ni gente hay y si sí, pues hasta se le corta con una
ametralladora, calibre cincuenta.
Estas digresiones son medio hechas por mí,
medio hechas por el propio viejo.
Pero todo este relato del muñeco con cara de
mico son conduce a la ira irracional del viejo por ese juguete. Es decir, lo usó,
ciertamente, pero verlo le hacía doler el estómago. Y eso es mucho decir,
porque al parecer eso fue antes de que con un rayo láser se lo partieran a la
mitad. Esa es otra historia, para luego, por ahora el mico: el viejo le tenía
asco.
Él no entendía como un muñeco con cuerpo humano
iba a tener una cabeza de mono.
-¿A quién putas se le ocurre eso? –decía el
viejo dándole un golpe a la mesa roja (antes de que se fuera, la mesa)-.
El viejo se burlaba de sí mismo porque le
resultaba extraño que un niño tuviera tan profundamente arraigados los
preceptos de la teoría de la evolución: el hombre viene del mono y punto. Sanseacabó es el santo en el que creían en verdades que surgen de una palabra –teoría- que
no es otra cosa que una miradita a los dioses, para verlos de soslayo. Bueno,
sin entrar en ciénagas de abstracciones, mejor ponerse pantalones cortos y
botas largas, así que nada, lo propio: el viejo, en esa época el niño, el niño
viejo o el viejo cuando era niño creîa que era estúpido, vergonzoso por demás,
tener un monstruo que tuviera cara de hombre.
Un hombre fuerte que vivía en uno de los
infiernos del Budismo, donde las guerras son eternas y las muertes de quienes
moran en ellos son pasmosamente violentas, no podía tener una cara de hombre. Ese hombre tendría que tener la cara de una bestia, de lo contrario, nadie lo respetaría,
nadie le temería.
Hombre mico.
Qué maricada, quién le tiene miedo a un mico
hombre o a un hombre mico. Fuerte sí, armado también, pero eso para un niño no había
mucha cosa para temer. El mico solo, sin cambiar, sin más metamorfosis que la
de sus fauces llenas de babaza y sangre, como mármol de carrara reflejando la
cara de una mujer pálida de terror, eso era un motivo de temor. Además, este temor
hubiera permitido al viejo jugar tranquilo con sus amiguitos dentro del Asura,
que además no tiene este nombre y que dura lo que se demoran los papás por ir a
recogerlo.
Luego el… perdí el hilo.
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