sábado, enero 23, 2016

Théorie de l’évolution

El viejo me contó que cuando niño, puta, hace mil años, le regalaron un muñeco con cara de mico. Era de esos que tenía cuerpo de físico culturista, de tipo fuerte, ya tu sabe; calzones de plumas verdes y cinturón de cuero; botas de cuero hasta abajito de las rodillas; traía también las manos engarrotadas para que uno pudiera acomodarle un par de hachas. Así entonces él, el viejo, podía imaginar que le cortaba los brazos y las piernas al ejército enemigo.

Y casi que se le encharcaban los ojos contado estos cuentos viejos que ahora nadie entiende, porque ya ni árboles hay, y nadie sabe qué es un hacha; y ya ni gente hay y si sí, pues hasta se le corta con una ametralladora, calibre cincuenta.

Estas digresiones son medio hechas por mí, medio hechas por el propio viejo.

Pero todo este relato del muñeco con cara de mico son conduce a la ira irracional del viejo por ese juguete. Es decir, lo usó, ciertamente, pero verlo le hacía doler el estómago. Y eso es mucho decir, porque al parecer eso fue antes de que con un rayo láser se lo partieran a la mitad. Esa es otra historia, para luego, por ahora el mico: el viejo le tenía asco.

Él no entendía como un muñeco con cuerpo humano iba a tener una cabeza de mono.

-¿A quién putas se le ocurre eso? –decía el viejo dándole un golpe a la mesa roja (antes de que se fuera, la mesa)-.

El viejo se burlaba de sí mismo porque le resultaba extraño que un niño tuviera tan profundamente arraigados los preceptos de la teoría de la evolución: el hombre viene del mono y punto. Sanseacabó es el santo en el que creían en verdades que surgen de una palabra –teoría- que no es otra cosa que una miradita a los dioses, para verlos de soslayo. Bueno, sin entrar en ciénagas de abstracciones, mejor ponerse pantalones cortos y botas largas, así que nada, lo propio: el viejo, en esa época el niño, el niño viejo o el viejo cuando era niño creîa que era estúpido, vergonzoso por demás, tener un monstruo que tuviera cara de hombre.

Un hombre fuerte que vivía en uno de los infiernos del Budismo, donde las guerras son eternas y las muertes de quienes moran en ellos son pasmosamente violentas, no podía tener una cara de hombre. Ese hombre tendría que tener la cara de una bestia, de lo contrario, nadie lo respetaría, nadie le temería.

Hombre mico.

Qué maricada, quién le tiene miedo a un mico hombre o a un hombre mico. Fuerte sí, armado también, pero eso para un niño no había mucha cosa para temer. El mico solo, sin cambiar, sin más metamorfosis que la de sus fauces llenas de babaza y sangre, como mármol de carrara reflejando la cara de una mujer pálida de terror, eso era un motivo de temor. Además, este temor hubiera permitido al viejo jugar tranquilo con sus amiguitos dentro del Asura, que además no tiene este nombre y que dura lo que se demoran los papás por ir a recogerlo.


Luego el… perdí el hilo.

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