El viejo se
burlaba de mí constantemente. Pero sus carcajadas martillaron esta tarde un
tema que a él le era muy querido: la transformación de las ciudades en tumbas. Sí,
una día, subiendo los pies sobre la mesa roja, me dijo que toda su niñez fue
guiada por el mantra de las células que explotan, por el ruidito rítmico de los
ojos de las personas cuando se evaporan. Era septiembre de un año de esos
perdidos, vueltos mierda. Septiembres. Sus palabras eran alegres y ágiles.
-Siempre
quise ser biólogo –acertó a decir luego de una retahíla sobre cruzar perros con
gatos hasta que salieran hienas y otra cosa que no entendí muy bien sobre un
virus. Al final, la fuerza de sus palabras y esa forma extraña de hablar en
serio cosas que de verdad parecen broma, me hizo entender que Virus, era el
grupo argentino.
Con el
viejo todo pasa de esa manera y nunca de otra. Comimos papas sancochadas y fríjoles
con cilantro y sal mientras la historia de los infantiles anhelos de ver la maleza
comiéndose los edificios y las casas se confundían con el murmullo de sus dientes
triturando la cena. Bolo alimenticio, olvido y abdominales. El viejo.
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