Cuando
volvía de ese trabajo que me conseguí de dibujante para la novela gráfica Memorias de piel y vagabundería de Saturnino Restrepo Löwenstein, me
encontré con el viejo; he aquí una buena frase: “Profundamente católico, alguna
vez sentí –no diré en dónde- que prefería ser esclavo del ritmo que siervo de
Dios, de un solo dios”. Página 31. Estaba sentado en una de los escaños que hay
sobre la avenida Foch.
Y
pensar que hace apenas una semana lo había enterrado. Muerto, enterrado, había
sobrepasado otra vez los límites de la razón y había vuelto.
Me
senté cerca y le hice una seña. Me confesó que como todavía tenía las pupilas
dilatadas me podía ver a pesar de la poca luz. Y sí, estaba oscuro, aunque no
tanto la verdad, porque enero, muriendo, el mes, tiene más luz. Ese fenómeno
aterrador le restaba mérito a las pupilas del viejo.
Pasamos
a buscar algo de pan y mermelada. Luego subimos y antes de que se sentara en la
silla amarilla le pedí por favor que tomara antes un baño, que se lavara los
dientes y que hiciera algo con la fauna que tenía enredada en la ropa, que no
me gustaban los larvas de ciertas criaturas. Ok. Eso respondió el viejo
mientras desaparecía entre una nube de vapor que iba formando el agua caliente.
Puse
algo de Rita Indiana y me preparé un sándwich. Y saber que Alejandro Bicorne
siempre durmió con la Ilíada y la espada, y saber que al comerme el emparedado
italiano pomodoro empuñaba yo el Satiricon.
El viejo cantaba y el agua no caía más.
Al
principio de la página 70, decía: “Narrat is quod nec ad caelum nec ad
terram pertinet, cum interim nemo cuat, quid annon mordet”.
Como una premonición, entendí que eso que llamaban en Roma, Roma Antigua, Servare de caelum, es hoy el equivalente de “cazar pispirispis”. Dejando el libro de lado, tomé un tenedor y es lo enterré en la espalda al viejo, que mirando por la venta. Lo dicho: servare de caelum.
-Qué
está haciendo ahí sentado –me dijo el viejo, mientras se acomodaba el parche
del ojo-, por qué tiene ese libro y un tenedor en la mano.
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