domingo, abril 05, 2015

Samba

El viejo me vio amargo y cerró las ventanas. Puso um samba y me vio derretirme y resquebrajarme de adentro hacia afuera; siempre me pasa. Los instrumentos, la frecuencia en la que las notas menores y mayores se intercalan, ainsi qu’el ritmo me sumen en estados y pensamientos que hasta creo que ni me pertenecen, por pesados, por insoportables. La música, es para mí, la prueba de vidas pasadas, la puerta del tiempo que trae alegrías, noches irregulares y ebriedad en ausencia de los sentidos. Ahí están los besos que nunca me dieron, las caricias que nacieron muertas, en la música está todo esto que las palabras no tienen el valor de esquivar.
Yudo. La caminada de esta tarde, sagrado domingo en el que los pies se destrozan. Recuerdo haber subido por la rue La Fayette y sentir ese vértigo microscópico que solamente produce la emoción de descubrir lugares nuevos en un espacio que se jura conquistado. El viejo señaló. Indicé tendido hacia la derecha, no lejos de l’Opéra y la imagen de una calle que subía, que se elevaba hacia un lugar desconocido, nos llenó de espuma el alma.  
Cuando llegamos a la altura de la plaza Franz Liszt nos sentamos a reírnos en un banco escangalhado.
Eso es la felicidad.
Una iglesia gigante cuyo nombre no nos importa, sólo la visión, son image et éventuellement le souvenir exact, la sorpresa que llena los ojos y afloja el pulso, que llena de ampollas las venas. Unas escaleras con unos caras pretos y un tipo cerrando unos pedazos de parque infantil que se esconden entre borrachos y drogadictos, personas sin pupilas, ojos y corazones constipados.
El Sol, puta, el Sol.
De verdad esto todo llegaba, pegaba, a eso de las 21h50 y ese samba me rompió en dos. Los espejos de Almejd, ciudade cheia de cîclopes, “Pra ser feliz nesta vida é preciso cantar”. Recuerdos de una vida reciente, de esa puerta que tuve que cerrar para evitarle amarguras a una persona amada.
El corazón se me lleno de peces rojos y me dejé ir, me hundí en el estanque para darles de comer. “Canto e desfaço a tristeza”. El viejo me puso la mano en el hombro mientras esa frase les daba su aliento a los bichos.
Valoré el gesto pues no era su estilo; el hecho de mostrar compasión era extraño en él y, por eso mismo y en aquel momento, un verdadero bálsamo.
El día tenía que terminar así, con tristeza, saudade de mundos y tiempos llenos de nombres, miles de nombres, pero todos el mismo, dos sílabas, el sonido de un reloj o un cocodrilo que se tragó uno y que nada muy cerca de ese tipo del garfio bien vestido y perfumado, infancias espontáneas y ternura que no se sabe improvisar; es decir, real; es decir, ternura; es decir, una flor blanca con un corazón amarillo. El viejo lo sabía mejor que yo; esa caminata llena de espejos nos reventó, me dejó agotado y dejó salir esa parte del fuero interno que no toca la lluvia, que guardo de las Furias pues es mi tesoro, animal sagrado que siempre estará guiándome por los corredores alfombrados de los palacios infectos de Bagdad, de la vieja Bagdad, siempre custodiados por esfinges y falsos amigos sin escrúpulos. Estrella fugaz, laberinto rectilíneo trazado en el cielo, hilo de agua rompiendo la más alta montaña. El más bonito recuerdo en esta pesadilla llena de hormigas y hojas podridas de la que trato de despertar desde hace seis años.

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