El viejo me vio amargo y cerró las ventanas.
Puso um samba y me vio derretirme y
resquebrajarme de adentro hacia afuera; siempre me pasa. Los instrumentos, la
frecuencia en la que las notas menores y mayores se intercalan, ainsi qu’el ritmo me sumen en estados y
pensamientos que hasta creo que ni me pertenecen, por pesados, por
insoportables. La música, es para mí, la prueba de vidas pasadas, la puerta del
tiempo que trae alegrías, noches irregulares y ebriedad en ausencia de los
sentidos. Ahí están los besos que nunca me dieron, las caricias que nacieron
muertas, en la música está todo esto que las palabras no tienen el valor de esquivar.
Yudo. La caminada de esta tarde, sagrado
domingo en el que los pies se destrozan. Recuerdo haber subido por la rue La Fayette y sentir ese vértigo microscópico
que solamente produce la emoción de descubrir lugares nuevos en un espacio que
se jura conquistado. El viejo señaló. Indicé tendido hacia la derecha, no lejos
de l’Opéra y la imagen de una calle que subía, que se elevaba hacia un lugar desconocido, nos llenó de espuma el alma.
Cuando llegamos a la altura de la plaza Franz Liszt
nos sentamos a reírnos en un banco escangalhado.
Eso es la felicidad.
Una iglesia gigante cuyo nombre no nos importa,
sólo la visión, son image et éventuellement le souvenir exact, la sorpresa que llena los ojos y afloja el pulso, que llena de
ampollas las venas. Unas escaleras con unos caras
pretos y un tipo cerrando unos pedazos de parque infantil que se esconden
entre borrachos y drogadictos, personas sin pupilas, ojos y corazones constipados.
El Sol, puta, el Sol.
El Sol, puta, el Sol.
De verdad esto todo llegaba, pegaba, a eso de
las 21h50 y ese samba me rompió en dos. Los espejos de Almejd, ciudade cheia de cîclopes, “Pra ser feliz nesta vida é preciso cantar”. Recuerdos de una vida reciente, de
esa puerta que tuve que cerrar para evitarle amarguras a una persona amada.
El corazón se me lleno de peces rojos y me dejé
ir, me hundí en el estanque para darles de comer. “Canto e
desfaço a tristeza”. El viejo me puso la mano en el hombro mientras esa
frase les daba su aliento a los bichos.
Valoré el gesto pues no era su estilo; el hecho
de mostrar compasión era extraño en él y, por eso mismo y en aquel momento, un verdadero
bálsamo.
El día tenía que terminar así, con tristeza,
saudade de mundos y tiempos llenos de nombres, miles de nombres, pero todos el
mismo, dos sílabas, el sonido de un reloj o un cocodrilo que se tragó uno y que
nada muy cerca de ese tipo del garfio bien vestido y perfumado, infancias espontáneas
y ternura que no se sabe improvisar; es decir, real; es decir, ternura; es
decir, una flor blanca con un corazón amarillo. El viejo lo sabía mejor que yo;
esa caminata llena de espejos nos reventó, me dejó agotado y dejó salir esa
parte del fuero interno que no toca la lluvia, que guardo de las Furias pues es
mi tesoro, animal sagrado que siempre estará guiándome por los corredores alfombrados de los palacios infectos de Bagdad, de la vieja Bagdad, siempre custodiados por
esfinges y falsos amigos sin escrúpulos. Estrella fugaz, laberinto rectilíneo
trazado en el cielo, hilo de agua rompiendo la más alta montaña. El más bonito
recuerdo en esta pesadilla llena de hormigas y hojas podridas de la que trato de
despertar desde hace seis años.
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