En plena consciencia del mundo
y su sistema nervioso (las sociedades) reafirmo la imposible alegría de ser
inmortal, pues así no podré vivir lo suficiente para ver como a todos los
hombres se les hinchará el vientre hasta reventar, ya muertos y presa de la fauna
que siempre acecha los cadáveres.
Los dioses, sobre todo cuando
se dicen Dios y se crea el artilugio ridículo de ser pronunciados con miedo,
con mayúscula, que imponen la imposibilidad de fijar o retratar su imagen,
aquellos que fueron inventados para justificar las cagadas que merecen la
muerte, no tiene la culpa de ser. Esas deidades que nacen y que son hijas
únicas del desastre, de todo lo miserable y lo ruin sobre la fas de este planeta,
son el reflejo de un alma negra, de una actitud cristalizada –o gravada como
indeleble en el aire- de niño sin domesticar. Esos primeros ritos que imponen
una ley inflexible y que siembran la intolerancia son resultado de la
teratogénesis, ora originaria, ora de derivada.
El Uno, así como los principios que lo
acompañan excluyendo todo lo demás, es la semilla de una infección que se come
el alma y la mente, y con ella los órganos que la hacen asible a las manos o la
espada: el cerebro y el estómago. Por allí entran los miasmas que se expanden
hasta cegar. Y las revelaciones de los últimos días desnaturalizan la
coincidencia, esa que separa el verbo de las heces fecales por una sola “a”.
Mi lucha será de ahora en más
contra ese Uno, contra el peligro
que representa la ignorancia de ser habitado por esa idea, que será hasta ahora
“idea” por el simple hecho de no encontrar una palabra más directa para sacar
mi odio del mundo de lo invisible. Y en esta cruzada epiléptica contra esta
burda forma de estupidez humana, doy el primer paso diciendo a mis legiones que
sepulten todo lo bello bajo el polvo, bajo la noche que siempre llega con el
tiempo, para que los humanos que detentan con orgullo la condición de
koprocephálicos no la toquen, o para que retarden tanto su mirada que no puedan, que ya la voz no les permita decir sino sus últimas palabras, evitando que
reduzcan el blanco de sus martillos y su total e insalvable fe.
Que se los lleve el putas; que les llueva fuego del cielo y que las figuras
aladas y adornadas de cuernos y revestidas de la belleza sublime que no
supieron reconocer y que pensaron destruir con sus manos, les llenen de tierra
las entrañas, para que así en cientos de años y bajo la presión de miles de
otras muertes y habiéndose cocinado sus cadáveres bajo la luz de estrellas
venenosas, nadie los reconozca. Nadie.
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