lunes, abril 13, 2015

Nimrud

En plena consciencia del mundo y su sistema nervioso (las sociedades) reafirmo la imposible alegría de ser inmortal, pues así no podré vivir lo suficiente para ver como a todos los hombres se les hinchará el vientre hasta reventar, ya muertos y presa de la fauna que siempre acecha los cadáveres.
Los dioses, sobre todo cuando se dicen Dios y se crea el artilugio ridículo de ser pronunciados con miedo, con mayúscula, que imponen la imposibilidad de fijar o retratar su imagen, aquellos que fueron inventados para justificar las cagadas que merecen la muerte, no tiene la culpa de ser. Esas deidades que nacen y que son hijas únicas del desastre, de todo lo miserable y lo ruin sobre la fas de este planeta, son el reflejo de un alma negra, de una actitud cristalizada –o gravada como indeleble en el aire- de niño sin domesticar. Esos primeros ritos que imponen una ley inflexible y que siembran la intolerancia son resultado de la teratogénesis, ora originaria, ora de derivada.
El Uno, así como los principios que lo acompañan excluyendo todo lo demás, es la semilla de una infección que se come el alma y la mente, y con ella los órganos que la hacen asible a las manos o la espada: el cerebro y el estómago. Por allí entran los miasmas que se expanden hasta cegar. Y las revelaciones de los últimos días desnaturalizan la coincidencia, esa que separa el verbo de las heces fecales por una sola “a”.
Mi lucha será de ahora en más contra ese Uno, contra el peligro que representa la ignorancia de ser habitado por esa idea, que será hasta ahora “idea” por el simple hecho de no encontrar una palabra más directa para sacar mi odio del mundo de lo invisible. Y en esta cruzada epiléptica contra esta burda forma de estupidez humana, doy el primer paso diciendo a mis legiones que sepulten todo lo bello bajo el polvo, bajo la noche que siempre llega con el tiempo, para que los humanos que detentan con orgullo la condición de koprocephálicos no la toquen, o para que retarden tanto su mirada que no puedan, que ya la voz no les permita decir sino sus últimas palabras, evitando que reduzcan el blanco de sus martillos y su total e insalvable fe.
Que se los lleve el putas; que les llueva fuego del cielo y que las figuras aladas y adornadas de cuernos y revestidas de la belleza sublime que no supieron reconocer y que pensaron destruir con sus manos, les llenen de tierra las entrañas, para que así en cientos de años y bajo la presión de miles de otras muertes y habiéndose cocinado sus cadáveres bajo la luz de estrellas venenosas, nadie los reconozca. Nadie. 

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