El primer café de la mañana, le tout premier parmi bien d'autres, y el Sol que entra por la ventana –ese que hace que el día se vea bonito- me permite olvidar las voces de la duermevela. Luego de hablar con el viejo en la sala, cada uno se va para su cuarto y comienza un proceso particular: el de darle start motor inmóvil para irse, lejos. El ruido del motor apagándose hasta su silencio da paso a murmullos que no tardan en transformarse en gritos. Los ojos bajo sus párpados giran enloquecidos, invocando esas voces que cuentan todo lo que en jaulas la consciencia encierra.
***
El viejo me había ______ esa mañana –en realidad desde
hace ya días, pero siempre de forma indirecta, con esas frases de llenas de
referencias a cosas que de no ser porque lo conozco no podría deshilar, quizás- que
las flores me estaban asechando; que me iban a salir al paso por un camino
estrecho; que me iban a romper el cuello. Temía entonces que una de las
delicadas plantitas que de las perlas-en-griego sacaban su nombre tomaran la
corpulencia y los dientes de un tigre y me devoraran vivo.
Esto ya me había pasado, la falta de timing, sentir a destiempo, cuando las estrellas
que uno lleva dentro mueren para dejar salir su luz y mostrarse a años luz de
distancia. Ese fenómeno que el Cosmos a duras penas revela pasa en todos
nosotros. Lo que muere, explotando en miles de chismas y pequeños infiernos
incandescentes, va viajando por el espacio hasta que se hace visible luego,
simplemente luego. Lo que creemos que es una estrella no es más que su muerte,
ese fulgor último, último grito ensangrentado antes de que la espada asesina vuelva
a ocupar su funda.
El viejo me vio amargo y algo incinerado por
dentro. Así me lo hizo saber. Me dijo que lo mejor era seguir la receta del
doctor, del gran Paco de Lucía: caminar. “Yo sólo quiero caminar”. Pero aquí hay
un abismo insondable: caminar no soluciona nada porque me están doliendo mucho
los pies –necesito unos zapatos- y porque los abismos y las criaturas que nos
esperan en el fondo pra um cha están
justamente bajo los pies, sin metáforas, simulacros de cera.
Y peor, antes de salir, buscando un abrigo
ligero, me encuentro con las palabras de Gil Scott-Heron, sugiriendo algo que adivino
peligroso. Pero ahí el problema no está en la letra de sus canciones, de esa canción,
es la trampa: el imán de mis miedos.
El viejo me lo dijo. Yo tenía razón. Lo que había
hecho había sido doloroso. Eso para todos. Hasta un rezo a San Jacobo me alertó
del peligro: dijo: “Cuidado, hijo, con el alma, que en el mar tiende a
deshacerse”. Ese mar que no es una metáfora –o una satanofora- difícil de adivinar:
es el espacio en el que vivimos, la calle, esa que se extiende hasta el un-relativo-infinito
a partir del umbral de la puerta.
Sin embargo, eso que yo sí entendí y que el viejo
no pudo concederme es ese summum que está
en mi memoria: la vie est belle et elle
le sait. Ella lo sabe perfectamente, yo no. Yo tengo mis dudas y ahí, justo
ahí en esos espacios donde la certeza por gorda no entra, ahí se esconde mi
duda, la constante crîtica a lo que me rodea, junto con el fastidio por todo y todos. Esas formas que toma el miedo y la pobreza del espíritu. El viejo sabía
que el ruido ensordecedor es el miedo del silencio. El hijueputa los sabía, me
lo dijo y todas esos consejos no había podido evitar que yo caminara por la
selva, me parara en la mierda del tigre y que, mesmo asim, dicho aviso no fuera suficiente para escapar, para
volver.
Luego de caminar volví y el viejo estaba, como
siempre en la sala. No me saludó. Temí que estuviera muerto. Su rostro pálido
me revelaba esas noches cortísimas del pasado, de hace algunos años. Todo esto
se veía lejano, como la muerte de un cuerpo a miles de años luz, con un solo
aliciente, que su luz era negra y ya no la veía a no ser que el día fuera muy
brillante, cosa que nunca pasaba. Los días eran grises, sin que el Sol faltara,
eran grises.
Pero eso es lo de menos, el color es algo que
se encuentra en recipientes que uno puede imaginar sobre la mesa. Pequeños
flacones llenos venenos antiguos que siempre están a la orden, antes de que el
conejo llegue, con su relojito y su chaqueta de gamuza. Esas referencias
siempre estaban detrás de los espejos, detrás de la luz que despiden los
cuerpos brillantes.
El viejo parecía muerto.
Envidié su condición cadavérica; siempre pálido, siempre con las manos heladas y sin brillo en sus ojos, una suerte de felicidad sin pulir que era tan enigmática como deseable. Me dormí pensando en que no tenía derecho a imaginarme todas esas historias de fieras mitad tigre mitad planta que me asechaban en los caminos que tendía da blues o en general esas guitarras rotas, cuerdas que huelen a moho al contacto con los dedos. Igual, creo que haré lo que me dice Gil Scott-Heron: “I think I’m gonna…”. Esos simulacros de cera: estrechar la mano del monigote para ver cómo se derrite en tu mano mientras sus labios –en general su rostro entero- revelan una calavera de cartón y alambres. Nada es real, salvo esa frase que sonaba como un martillo contra la sien: la vie est belle et elle le sait. Yo no sé, mi error.
Envidié su condición cadavérica; siempre pálido, siempre con las manos heladas y sin brillo en sus ojos, una suerte de felicidad sin pulir que era tan enigmática como deseable. Me dormí pensando en que no tenía derecho a imaginarme todas esas historias de fieras mitad tigre mitad planta que me asechaban en los caminos que tendía da blues o en general esas guitarras rotas, cuerdas que huelen a moho al contacto con los dedos. Igual, creo que haré lo que me dice Gil Scott-Heron: “I think I’m gonna…”. Esos simulacros de cera: estrechar la mano del monigote para ver cómo se derrite en tu mano mientras sus labios –en general su rostro entero- revelan una calavera de cartón y alambres. Nada es real, salvo esa frase que sonaba como un martillo contra la sien: la vie est belle et elle le sait. Yo no sé, mi error.
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