El viejo me vuelve a acompañar. Esta vez en un
recorrido menos largo, viajes al interior, hacia alguna parte.
Ya entendí su problema. Frase que salió de la
boca del viejo, entre sus dientes adiviné el tomo. Su cara reflejaba la pobre
luz que esa hora de la tarde brinda aún el Sol. San Cipriano de Antioquia. Recorridos
donde los pies duelen mientras el suelo cede ante el paso firme.
Desequilibrios. No entendí nada de lo que decía.
-Hable bien –le pedí, no me gustaba ese tono
profético.
-Pues bien, es esto: Usted necesita mucha atención.
Como a un perro al que no le pasan la mano por la espalda, Usted se va a morir
el día en que nadie le sonría. A mí me pasa igual.
Un silencio incómodo nos acompañó la hora y
cuarto que duraba el recorrido hasta la fábrica de imágenes. Luego lo miramos y
no nos soltó, entonces dejamos que se quedara con nosotros. Se comió las pipoca
y hasta se tomó la gaseosa. El viejo no dijo mayor cosa, simplemente le hizo su
malacara habitual. Yo no estaba en posición de pedirle que se fuera. Pero
cuando se acabó la proyección, él nos dejó, dando paso a cosas peores: compañía,
buena compañía, gente simpática e interesante. De manera pues que cuando se llenó
la hellbox la ausencia fue tremenda y
no supimos que hacer con todo ese oxígeno que quedaba todavía por terminar.
Salimos y el silencio que nos acompañó hasta allí,
aun estaba afuera, fumando un cigarrillo. Nos sonrió y se acercó; levantó las
cejas. Tomándonos por los hombros nos llevó caminando hasta la casa.
El viejo no habló sino lo necesario para envenenarme,
como siempre hacía. Y lo peor, tenía razón, como casi siempre, que últimamente no
podía decirse que no fuera un casi nunca; con el tiempo de vida reducido a la
mitad, esas realidades bajo el agua que sobornaban a los dueños del reloj nos
estaban llenando de razones para hacer implosión. Sí, carecía de atención.
Cuando estaba en la naturaleza, el viejo me habló de lo terrible que sería si salía
de allí; e mesmo asim. Sí, el viejo me
escuchó, durante horas y horas, esas en las que el lucho contra el sueño, en
las que el no quiso dejarme solo, pues quería oírme y darme alientos. Salí de
la naturaleza, del campo lleno de flores donde estaba para salir a este
pantanero.
El viejo me lo dijo, y ahora que caminábamos el
silencio este me lo volvía a comunicar, como asiendo el eco de la voz del otro
que iba con nosotros. Los tres chiflados, los tres idiotas, la verdad, pues
porque el silencio estaba ahí con nosotros, dañando su reputación. Era de
verdad conmovedor que no le importara. Cuando se despidió de nosotros, el viejo
me dio una palmada en la espalda justo antes de que la puerta se cerrara. Yo lo
miré algo irritado: qué raro es encontrar buena compañía últimamente, ¿no? Le
dije sí, haciéndome el idiota, suponiendo que hablaba del tipo lento y maloliente
que nos acompañó hasta el supermercado para comprar sopa de verduras, que ahora
alcanzaba para casi tres días.
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