domingo, marzo 29, 2015

Pulso

Entremos un momento. No.
Este fue el resumen del día de hoy, día que salí a caminar con el viejo. Parte del itinerario fue pasearnos con un paquete de royos de papel higiénico en un sac à dos, de color rojo. También comimos éclaires au chocolat, unas golosinas que solo llegaron a nuestra enciclopedia personal a través de los encuentros pretéritos con la noséqué princesa de una isla en alguna parte de África.
Caminamos hasta el cine, para ver una película como hace mucho tiempo no veíamos; o bueno, hablo: I speak for myself. El problema del viejo es que parece haberlo visto todo. Al parecer tuvo la suerte de nacer con la memoria de otras vidas, o por lo menos con sus progenitores tuvieron la amabilidad de transmitirle. Lo miré un par de veces mientras esas imágenes en blanco y negro nos acariciaban las pupilas y su cara parecía haberse transmutado en cera, en mármol o algo así. Esto sería una premonición de la exposición que vimos hace un momento.
-Qué piensa de la película, ¿si le gusto?
El viejo respondió con un montón de frases donde decía “indeed” vaya Dios a saber el porqué. Habló de lo que era el genio, de los manantiales de agua que son invocados con la tristeza y la traición. También hablo de las vidas simples; trajo a colación al sensei Medina, de alguna vez que le dijo que mientras lavaba ropa no podía evitar sentir que estaba atrapado en un film independiente. Solo, gente con los ojos vacíos y el sonido de máquinas, colores pastel, muchas sombras y la fotografía tratada con poco contraste por algún director cansado y con mucho ácido corriendo por su torrente sanguíneo.
Es gracioso, el viejo siempre hablaba de efectos o distorsiones de la realidad producido por monstruos como el LSD o cosas salidas de la fuerza molecular del pan, pero más gracioso es que nunca había consumido –e incluso acredito que por miedo- ninguna de estas cosas. Ese tipo de invocaciones sólo entraban en los universos que compartíamos por alguna grieta donde se filtraban fósiles y cosas del pasado que nunca se hubiéramos podido vivir, pero que hacían parte del paisaje, como el cielo y la forma de las nubes en el Paleoceno.
Salimos, caminamos, esperamos a que llegara un bus. Llovía y yo tenía un dolor de cabeza que no quería revelarle al viejo, pues sabía que él se aprovecharía de la situación para atormentarme y hacerme dar nauseas por lo que no hice, por lo que tendría que hacer. El viejo. Me dijo que fuéramos al museo, a ese de Tokyo. Yo le dije sí para que me dejara en paz, para que no leyera nada en mis ojos, en lo profundo de mi mirar, para que se quedara con el alma fija en mi sonrisa o mis insultos.
Un discurso sobre la palabra “pulso”. Esto era el resumen de las últimas dos semanas: pulso. Una especie de estados que van desde desbordantes exposures a ciertos estímulos hasta su ausencia total, esto, en cuestión de segundos, aunque perdiendo la esperanza de que esto pueda detenerse en días. Tortura. Eso es el pulso: el ritmo y el tempo del dolor. El pasado, siempre volviendo al presente, a los gestos cotidianos en donde la mano y la boca se rosan, esa pequeña voz que susurra contra el oído, labios maquillados tocando la oreja fría, diciendo soy la tercera revelación –con o sin comillas-, gritando luego cosas que hacen que la sangre se ponga espesa, que la luz maree. Soy la tercera revelación. Esos elefantes gritando, clamando por sangre y manchando los bosques con pintura blanca. Colmillos afilados en medio de la noche llena de flores. Pulso.
Cuando entramos al museo tuvimos que explicar por qué había unos bizcochos de chocolate y por qué había papel higiénico en el morral. Esto fue difícil, el mantra que abrió la puerta a otros mundos. Tenía que hacer una misión de reconocimiento, yo, y decidí forzarlo todo y llevar al viejo, solo para evitar que me fastidiara esta semana, la que se aproxima, la rampa hacia otro mes. Necesitaba tenerlo bajo control, evitar que se revelara en forma del pulso, en la verdadera cara ensangrentada de las preocupaciones.
Vimos, pasamos los ojos sobre toda una gran cantidad de esculturas, de ideas que me emocionaron pues se escondían tras la forma que las hacía perceptibles. Puta, sí, todo es salsa. Esto lo dijo el viejo luego de quedarse mirándole la espalda a una de las empleadas del museo, alternando esto con la visión de una escultura de cera de algún artista japonés, o coreano, o chino. Tiene razón –pensé-.
Me miro y vio lo que pensaba. Entonces sus palabras me hirieron, revolvieron mi pasado inmediato, lo que dejé, por las formas y las yemas de los dedos llenos de pequeñas espinas, las noches enrollándose, un pangolín con la espalda llena de estrellas. La voz del viejo siguió su camino: habló de esas plantas, la aicirac, me recordó todas esas cosas de las que hablaban Valery, de las que se callaba Blake, de los dragones, las orillas y los estuarios del Báltico, de Gálata, de todas las cosas que duermen tiernamente en el fondo de un lago. El viejo me causó una grieta y antes de que pudiera hacerla insondable le di un golpe en la cara. Cállese hijuputa. El entendió, hizo silencio y la noche dejó algo de paz, la suficiente para encontrar el camino a casa y poder pensar en el desayuno de mañana.

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