El viejo: leí una frase que me recordó a mí
mismo; me recordó que lo único que uno tienen a final de cuentas y en esta vida
es su “imagen virtual”. Ella aparece de vez en cuando, se asoma. Pero como representación,
pues vive en nosotros como un parásito que seca el cuerpo, para vanidad o tormento.
Le dije entonces que me hablara: “¿Cuál frase,
viejo marica?”. El maltrato era necesario, aunque no quisiera; una especie de
pacto entre amigos, para asegurarnos que entre nosotros todo, hasta lo más ruin,
era cordial.
« …: presque tous les
émigrants se sont défendus par le biais de l’autobiographie ».
Ahí entendimos muchas cosas de este mundo de
mierda que tanto nos divertía, de todas esas cucarachas, toda esa gente que veíamos
pequeña y miserable, porque nosotros mismos somos pequeños y miserables. Nos
dio risa la revelación y cuando terminamos de reírnos, nos secamos las lágrimas
y nos reímos otro poco más, aunque moderadamente. Serví café. Café que el viejo
bebió a pesar de decir no con la mano y de insistir con la furia contenida
entre sus cejas. Alguna mala palabra salió de su boca por entre sus dientes
podridos cuando dejó el pocillo vacío sobre la mesa roja que ya no estaba más.
Entendí el secreto, entendí, un zatori, entendí
lo que significa Perto do coração selvagem.
Cuando uno se mueve, lo hace en todas direcciones. Dar pasos hacia adelante es
también dar pasos hacia abajo y hacia arriba, moverse en el tiempo. Y no hace
falta decir que todo ese movimiento soy yo, pues no es así. El yo es
inalcanzable: y volvemos a Clarice Lispector. El viejo ya estaba irritándose por
estar hablando siempre de lo mismo, cada palabra, cada sílaba nos llevaba al
mismo lugar, laberintos que diseñamos de niños mirando hacia el cielo, por
entre las nubes. Por eso es que pasábamos tanto tiempo en silencio, por eso
cada conversación era una decepción.
Cuando el viejo encendió unos cigarrillos
chinos que alguna vez se encontró en la calle, supe que algo andaba mal. El
mundo comenzó con un “no”, partícula esencial de la violencia necesaria para
conservar la paz. Esta fue la frase que disipó la primera bocanada de humo
espeso y azul que brotó de sus pulmones. Extendió la mano, la abrió y apagó el
pucho en medio de la palma.
El gesto me sobresaltó y no pude evitar ir por
un vaso con agua para que hiciera algo, para que se la tomara, se la regara en
la herida o la ampolla, qué sé yo. Pero el viejo no se movió por un buen rato. Se
tiró al suelo para revolcarse del dolor con la mano apresada entre las piernas
y el vientre. “El punto, esa es la forma más bella de morir, pues es
simplemente un punto, como la primera picada en una sutura: continúa, así no
deba, no importa. Una pequeña picada. No va a doler. Eso es lo que dicen. El
punto, un relato que deja el paso al aire que precede el siguiente relato. Esa
es la única forma de morir; es decir, sin perder la vida.”
El viejo continuó un monólogo que creía
profundo.
Hablaba de la narración, de todas esas cosas estúpidas
que la gente inspirada debería callarse. The
Heart of Darkness era esto, al igual que Voyage au but de la nuit, al igual que la versión casera de la
Lispector; bella como era, no avanzó, se hundió llegando tan lejos como quedaba
el teléfono, cerca de la ventana de la sala. Y se creyó profunda, y lo fue tal
y como se estilaba en tiempos de Gorgias de Leontini. Recordé la imagen –que no
era una imagen, por cierto- de una mujer tras una cortina. Recordé un ciempiés trepando
una rosa de algún color que la noche permitía que algún desafortunado
adivinara.
Todas estas puertas se abrieron ante mis ojos
al son de los retorcijones desafortunados del viejo, ahí, en el suelo de la
sala, que por cierto no era una sala. Las cosas cobran su sentido cuando tocan
el absurdo y se rompen en pedazos. El café estaba frio y se lo regué al viejo
encima, este no protestó sino hasta el otro día.
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