martes, junio 25, 2013

Manual para escribir con la cabeza caliente

El viejo y yo fuimos a una conferencia sobre Aristóteles, sobre un nuevo libro que algún gould había encontrado.

Desde hace mucho tiempo no me sentía tan en paz con el viejo. Fuimos a tomar un café y luego caminamos por Saint Germain hasta llegar a un paradero de bus. Lo de siempre, lo que hace mucho no pasaba. Estábamos felices de haber encontrado un motivo de conversación. Lo que antes me callaba y que él hacía también por su lado, ahora era parte del magma fónico que oyen los cansados y los ignorantes; palabras salían de su boca y de la mía integrándose al ruido de la calle, la gente y hasta el chillido de alguna ballena. Hablamos de amistades rotas, de copas rotas, de noches llenas de horror, de basura humana, de gente miserable.

-« Oh putain, tiens, ça tombe bien, car je lis ce livre maintenant ! »

Y reímos.

Luego se dilató el aire y un silencio aterrador precedió a la risa de los dos. También hablamos de Quirón, y de cómo una particular interpretación de un fresco de Giotto hacía de éste un símbolo de Cristo, de resurrección y de transmisión de la inmortalidad. Algo así. Hablamos también de un tiempo más pasados, de otro verano, aquellos en que no estábamos rodeados sino de musas y de ninfas inconstantes, de gente brillante que debía su existencia a Garibaldi o Dante –padres de l'Italia- casi sin saberlo. Pensamos en el sonido del piano que nos acompañaría mais nunca, a los emparedados de tres quesos y al fulgurante reflejo de algo que se exhibe hoy en el museo de l’Orangerie de París.  

Creo que fuimos libres desde ese momento.

Ya no tenemos con quién hablar, ya no tenemos secretos para compartir; porque no queremos ni hablar ni compartir. Le hablé al viejo, le hablé de algo: cada vez me siento más y más identificado con las piedras. Seco por dentro, sentí ahora una calidez inexplicable mientras miraba el pelo ralo del viejo y su risa reflejada en su cara y en la cuenta que luego pagamos. Una cerveza, dos cafés, dos copas de vino. La pobreza sentó a nuestra mesa y se cagó de la risa con nosotros.

El mesero luego se rio con nosotros, de nosotros, junto a la pobreza, que era su madre y al lado de la muerte. Cuando la vimos reírse, todos nos miramos, le mesero, la pobreza, el viejo y yo. Pálidos por la paura lavamos los platos que equivalían a los cafés que el vejete y yo no pudimos pagar y nos fuimos caminando a hasta el paradero del bus. Debajo del asiento había mierda de perro y hojas secas.

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