domingo, enero 27, 2013

Maria Cossi

« Elléonore n’avait jamais été aimé de la sorte. M. de P*** avait pour elle une affection très vraie, beaucoup de reconnaissance pour son dévouement, beaucoup de respect pour son caractère ; mais il y avait toujours dans sa marinière une nuance de supériorité sur une femme qui s’était… » 

Bla, bla, bla. 

El viejo murió algunas horas después de que yo le leyera estas líneas; el viejo, al igual que yo, le gustaba que le leyeran. Lo vi muy débil y fui yo quien tomó el libro para leerle. Sin embargo, lo hice de una manera espantosa. El viejo leía mucho peor, pero eso no le impedía proponerme un cuento de su viva voz de cuando en cuando. Yo no lo despreciaba nunca, pero sabía de la tortura y la vergüenza ajena que esto me traía. 

Cuando murió no tuve el valor de tomarle el pulso como había hecho auparavant. Algo andaba mal. No supe nunca qué fue exactamente, pero algo andaba mal, peor que las otras veces. 

Esa semana el viejo no volvió de la tumba, así que tuve que encargarme de hacer de comer, recoger la correspondencia y abrir la puerta. Un día tocaron. Recuerdo que la Luna había brillado muy fuerte, llena se exponía ante mi ventana, amenazante, un ojo blanco cuyo único deseo era tragárselo todo. Por poco lo logra; la Luna en el cielo, tres golpes en la puerta y mi mirada que renunciaba a dar crédito a todo esto. 

Era la italiana, nunca la había visto antes ni nunca había preguntado al viejo a qué o a quién se parecía. Tenía, sí, la piel blanca, pero no pude ver nada en ella, ausencia, eso vi. La invité a pasar luego de su breve presentación: soy Bianca Paurini. Lo dijo en un tono muy bajo; eso sí lo esperaba pues su portrait intellectuel estaba ya en mi memoria, fruto de frondosas conversaciones con el viejo. 

Entró. Se sentó. Le ofrecía agua y ella dijo no, luego dijo sí y desde que la serví y durante toda la conversación, y hasta su partida, no bebió un solo trago. 

-Sí, no volvió –le dije luego de que me diera los detalles de su intempestiva visita; nada de esto me hacía gracia pues yo estaba hundido en una pena de amor en la que las palabras del viejo fueron lecciones para respirar bajo el agua-. El no dijo nada. No me ha dicho nada –proseguí-. 

La italiana preguntó sobre mi pena de amor. Al parecer el viejo nunca le habló mucho de mí, ni para bien ni para mal. Eso me gustó. Así que pude desenvolverme correctamente y sin temor al prejuicio; hablé con una perfecta desconocida y le expuse detalles de mi vida que así como los que habrá contado Jonás a la ballena desde su estómago. 

-También era italiana: Maria Cossi. Actriz de teatro – le dije yo para darle mayores señas. Proseguí: nos conocimos durante el verano y al estar cuidando del viejo quedamos incomunicados, pero cuando el viejo comenzó a desaparecer y a morir con mayor frecuencia, yo pude buscarla, hablar con ella y finalmente hablarle de amor, eco de la belleza que saturaba mis sentidos cada vez que la veía. Oír su simple nombre me hacía suspirar: Maria Cossi. La italiana me miró un tanto perturbada pues sabía que la desaparición del viejo se debía a que él se había puesto a cuidarme a raíz de todo lo que había pasado con María. Yo fui por un poco de agua, la cual serví en una copa de cristal de Bohemia que estaba en la casa. Le conté que había perdido una vez la vista por su culpa; que la había perdonado. Le conté también que fue por haberla dejado sola; María no soportaba la soledad. Yo le pedí que se quedara a pesar de mi falta; ella decidió irse. Yo la dejé partir y me resigné a la tristeza. Luego volvió pero no por mí sino por las llaves de mi casa: pues unas llaves sirven a veces para dejar salir otras; este era el caso: ella había dejado sus llaves acá así que le entregué la forma de entrar. Luego partió. Luego volvió, pero yo estaba decidido a no estar con ella. Yo no lo dejé hablar, ella se ahogó en sí misma y me arrastró dentro. Pude salir pero sin ojos y sin camisa. Era una prenda de marinero que me había regalado San Jacobo y los ojos eran los que más me gustaban. Perdidos ya, perdida estaba ella también en su profundo mar. -A la mierda con todo –me dije en aquel momento, eso le dije a la italiana mientras enrojecía y miraba hacia otra parte. Seguí hablándole. Ella siguió oyéndome, aunque mirando hacia otra parte. -Pasaron dos días hasta que decidí ir a buscar a Maria Cossi. Ella tardó mucho en recibirme; yo aún la amaba –le expliqué al cabello de la italiana, que era la única parte que mostraba algún interés en mi historia-, después nos quedamos juntos muchos soles y muchas lunas, hasta que algo extraño pasó –ya no recuerdo bien qué, aclaré- y ella se hundió de nuevo en sí misma. Esta vez fue muy difícil sacarla de allí pues sus penas eran profundas y yo no los conocía sino por los pequeños destellos que ella dejaba escapar de vez en cuando. La Luna brillaba y amenazaba con devorar el universo. Yo temía solamente a la hora del chacal. Luego me puse de pié y llené la copa, una vez más con agua. Un animal sagrado apareció en el espejo. Era un koi. No entendí su presencia; dejé sus enseñanzas para después. -Sigo: así seguimos unas pocas lunas y otros pocos soles –proseguí mi historia ante la atenta mirada de la nuca de la italina- hasta que la marea fue muy alta que Maria Cosi; casi pierdo mi mano izquierda. -¿Qué pasó? -Pues cuando en la tormenta sentí que se hundía, la tomé y algo me mordió. No sé decir qué fue, quizás un animal salvaje. Cuando las aguas estuvieron tranquilas, vi que todo en la habitación estaba lleno de sangre: el suelo y la cama. -…me estás hablando metafóricamente, ¿verdad? –me interpeló ella mientras yo le pedía que no me tuteara pues no la conocía, que más tarde tal vez, que dejara tiempo al intercambio entre los sentidos y las almas. -Después de ese episodio vino la tristeza, la enfermedad, el frío y las ganas de escapar que se reflejaban en una quietud del Ἐπίθιμος que solamente se explica con fórmulas matemáticas –así continué yo mi historia mientras la Paurini seguía mirando algo lejos de mí, ni idea qué era- y la navidad también. Maria Cossi. La conversación terminó cuando le hablé de regresiones y de saltos de tiempo que no convenían a nadie, para después hablarle de esas llaves que me mandaron cobardemente y de la cita a la que nadie llegó luego, salvo yo. En cine, solo, mirando hacia todas partes. Esperaba un poco de entereza y solo recibí una reminiscencia de lo que esa puta palabra encierra; no hablé de un leve reflejo, sino de una sobra enorme que obedece al cuerpo de una niña reflejado en un muro. 

La italiana se volvió para verme y para decirme que no había entendido nada. Yo la miré sintiendo algo muy raro, creo que eso se vive cuando uno descubre que tiene engrudo en vez de sangre. 

Ella me dijo que podía contar con ella. Yo supe que no; pero este conocimiento me llegó días después de que ella se fuera esa noche, después de ponerse de pié y darme las gracias por el agua que ni tocó. Yo sabía que no. El viejo había dejado una carta para ella. No se la entregué pues al parecer él ya se la había leído hace mucho tiempo. Ese vicio idiota de morir y revivir. Ella vivía feliz con en su feudo. 

El viejo no volvía pues la Luna llena lo ataba a la tierra. Yo sobrevivía al recuerdo de Maria Cossi y ahogaba mis penas entre libros y talonarios de boletas que vendería a la salida de la universidad. Puta, ahora que lo pienso, le hubiera ofrecido una a la italina; se rifa una moto este jueves. Puta, ahora entiendo las palabras del viejo cuando me citó Adolphe, página 83:

« Malheur à l’homme qui, dans les premier moments d’une liaison d’amour, ne croit pas que cette liaison doit être éternelle ! Malheur à qui, dans les bras de la maîtresse qu’il vient d’obtenir, conserve une funeste prescience, et prévoit qu’il pourra s’en détacher ! Une femme que son cœur entraîne a dans cet instant quelque chose de touchant et de sacré… » 

Yo creo que el viejo tiene razón al decirme: lea siempre al revés, es una actividad que lo hace a uno más inteligente. El viejo es un idiota pero yo si quiero ser más inteligente, así Maria no vea que Maria tiene tilde en la “a”. El viejo siempre cerraba los ojos para no reír con mi anécdota.

Puta esa. Pues sí, ¿no? –le respondí. Y jugamos dominó.

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