El viejo es mi gran amigo, mi hermano de armas,
pero es de lejos y con mucha ventaja sobre el resto de la humanidad, el ser más
estúpido que conozco.
Ese fin de semana fue horrible, el viejo sufrió
de un ataque de ira como no lo veía desde hace ya mucho tiempo. Siempre era por
lo mismo: se sentía impotente, existiendo más de la cuenta. El viejo. Recuerdo,
siempre me decía –como en broma- que no entendía cómo cabía tanto odio en un
cuerpo tan pequeño. Al decirlo estallaba en una sola carcajaba que iluminaba su
rostro y lo hacía parecer um pequenino;
ahora era difenrente, o el proceso era diametralmente opuesto: se sentía como
un niño y se embriagabe en odio, entonces cuando pronunció su frase no le salió
el mínimo hilo de risa. Estaba en su límite el pobre viejo. Sabía que debía
llorar, que quería volar en mil pedazos... pero nada. Nada, ni el ni yo
podíamos hacer algo por mejorar la situación.
Caminó varias veces en círculo por la sala y
hasta puso el pie sobre la mesa roja. Sacó entonces una botella de licor de la
nevera y se la bebió de un sorbo. No respiró, no se rio, ni me miró, cayó
destruido sobre la cama. Un elefante asesinado con agujas de humo. Le quité
entonces los zapatos y lo acomodé sobre su lecho; le puse una cobija encima y
lo dejé mirando hacía un lado por miedo a que se broncoaspirara. El viejo.
Miré entonces entre sus cosas y encontré un par
de notas: él siempre guardaba notas, historias donde su vida y sus penas se
abrían a mis ojos. El viejo casi no hablaba, o lo hacía a destiempo o cuando ya
era demasiado tarde. Esta vez fue igual, su pecho estaba siendo triturado por
un sentimiento muy muy fuerte, pero no me decía nada, todo salía así de golpe,
con esa espontaneidad propia de las fieras en la espesura. Esa pena que lo iba
matando no permitía que yo la restreara sino hasta el instante en que con sus
garras me destrizaban el rostro. El viejo.
Dos papeles y dos historias. Cuando las leí
supe que el viejo pensaba que la italiana había vuelto a su vida normal con el
conde de Wöy. La noticia –así cruda y de golpe- me hizo sentir que un veneno
fortísimo recorría mi nervio óptico hasta entrar al cerebro. Cerré los ojos
para intentar expulsarlo de mi cuerpo, pero no fue posible. Sentí mucho dolor y
me lamenté en silencio por el viejo, lamenté su confusión. Pobre marica, me
dije, tras haber leído la siguiente historia: El Juguete rabiso. “...y El
juguete rabioso narra el modo en que el héroe es devorado por el folletín.
Este muchacho de dieciséis años, que quiere ser ladrón, es un gran lector y el bovarismo es el secreto de su identidad.
No le gusta la realidad y aspira a otro destino. Usa los libros como plan de
acción y lee para aprender a vivir.” Roberto Arlt. Kja Huno. Ese era el nombre
del lugar donde me encontré con ella. Vestida de blanco y blanquísima como es ella
me miró fingiendo sorpresa. Qué hiciste hoy. Eso dijo. Yo le dije nada, seco
lacónico. Lo hice de ese modo pues me había hablado de su día, cuando le
pregunté sobre el empleo de sus horas y las gente vista, su forma de hablar fue
una evasiva; no era el vuelo de un alcón el que esquivaba la pregunta, era un
avión herido de muerte el que giraba haciendo ruido con todos sus medidores en
alerta. No sé por qué...
Acá interrumipí la lectura para preparar el té.
Recordé Opio, de Maxence Fermine,
mientras paseaba mis ojos sobre el viejo y la tetera. Mi reflexión sobre el
escrito del viejo fue simplista y acertada: el tipo exageraba, que el viejo era
traicionado por esa cosa inmensa que sentía, por esa masa informe que cuando
era golpeada por una bribración de alta frecuencia se tornaba en una sustancia
peligrosa. Así era ese monstruo, aquel cuyo nombre no me gusta pronunciar. A, m,
etc.
Serví el té y seguí leyendo: ...No sé por qué
pero vi qué todo en su vida estaba en su justo lugar. Ataraxia olfateé tras la
silueta del conejo que se alejaba a contraluz. Sentí que sobraba. Sentí que
estaba existiendo más de la cuenta. Sentí que estaba existiendo fuera de los
límites de mi cuerpo. Eso es malo. Eso es muy grave. Uno debe existir lo
necesario. El espíritu no debe trascender. Sentí entonces que toda esa
creatividad, toda esa potencia creadora que hasta ese momento había sido la
espuma que rebozaba mis días...
Mierda. Ese sorbo de té fue muy amargo.
Recuerdo al viejo haciéndome una pequeña reflexión mientras manofacturaba un
cuadernillo; siempre había admirado las habilidades manuales del viejo, era un artista
y eso me hacía sentirme orgullo de ser su amigo, a pesar de sí mismo. –Antes
pensaba –comenzó diciendo- que mis musas eran todas Έρινύες, pero ahora me
siento libre y creo que pueden ser personas como tu y como yo... naa, miento:
ni tu ni yo valemos tanto como ella –se le abrían mucho los ojos cuendo hablaba
de la italiana-. Ahora yo los cerraba recordándola.
Sabía que el viejo sentía algo muy fuerte por
ella y eso me preocupaba. Todo el tiempo le cantaba yo ese ballenato extraño de
la brasilera; él se reía pero sabía en el fondo que yo tenía razón; su risa era
amarga y la pasba con té, amargo también, así como yo me tragué en aquel momento
sus penas. El viejo roncaba y la habitación entera olía a alcohol.
Seguí entonces leyendo la primera historia:
...la espuma de mis días me daba la espalda y se desmoronaba como un estatua de
sal. Sal. Mala suerte. Mal amor. Se encendió una pequeña flama, luego se quemó
todo. Entonces la destrucción de Persépolis fue un juego de niños, que Megas
Alexandros lo hiso de verdad sin querer. Se encendió una pequeña flama y hasta el
mar ardió y mis lágrimas se me antojaban vapor y no las lloré. Quedé ciego. Eso
es muy malo. Perder la vista es muy malo. O no, no lo es tanto. Lo que sí es
horrendo es haberla perdido ante el recuerdo de esa duda sobre sus ojos que
antes era todo. Esa duda que tiene doble filo. Esa duda que tras de sí esconde
una certeza que destierra a quien mira su contracara. Eso es muy malo. Me
perdí. Me hundí. Un odio negro nació, encontró su cause, y sus aguas se desbordaban.
Alzo entonces el cuello para respirar. Pronto la marea sube más. El terror dura
pocos segundo pues me nacen bránqueas. No soy un pez de juguete. Jugaron
conmigo que no es lo mismo. No tengo 2000 mil años, tengo 3 y estoy herido y
estoy rabioso. ¿Cómo cabe tanto odio en este cuerpo tan pequeño? De qué me
sirve la inmortalidad ahora...
Fin de la historia, la primera. La segunda no
quise ni leerla, pues ya me sentía mareado. Llené un vaso con agua y sumergí
los papeles, traté de olvidar la historia. Traté y no funcionó y mi pena se
hundió junto con la del viejo y vi esos ojos, los imaginé guardando un secreto,
vi esos ojos y esa piel blanca, los vi escondiendo una felicidad que le costó
la razón al viejo.
Qué mierda, pronto tendré otra vez su funeral y
aunque me había ya acostumbrado a que muriera constantemente, me preocupó que
volviera, me preocupó también lo contrario, que no lo hiciera. Es fácil
encariñarse con el viejo, también es fácil detestarlo. Recuerdo esas madrugadas
en las que llegaba a casa con el pelo lleno de tierra, pues había escapado de
la tumba. Odiaba y amaba esas mañanas, tal como el viejo lo hace ahora, con su
pecho triturado por un sentimiento que sobrepasa sus fuerzas y lo desborda, esa
cosa inconmesurable que se siente cuando se es tratado como un niño.
Lo peor es que yo mismo podía sentir todo eso,
pero a sabiendas de que nada era verdad. Ficción. El viejo. Me tiene harto, me
agota. Me tiene asqueado ese corazón salvaje que tiene, esos amores y esos
odios que se suceden sin parar y sin dejar tiempo a que yo pueda pensar en una
solución o a que mis labios conjuren un consejo. Me gustaría ver su rostro
desfigurado y su cuerpo inerte sembrado con un jardín de florles de Lichtenberg. Me gustaría que se fuera, que no jodiera
más la puta vida, que se hundiera en la tierra y que no volviera nunca a
dejarme la ducha llena de terrones que al desmoronarse dejan escapar cabellos
blancos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario