domingo, septiembre 23, 2012

Conejo de juguete


El viejo es mi gran amigo, mi hermano de armas, pero es de lejos y con mucha ventaja sobre el resto de la humanidad, el ser más estúpido que conozco.

Ese fin de semana fue horrible, el viejo sufrió de un ataque de ira como no lo veía desde hace ya mucho tiempo. Siempre era por lo mismo: se sentía impotente, existiendo más de la cuenta. El viejo. Recuerdo, siempre me decía –como en broma- que no entendía cómo cabía tanto odio en un cuerpo tan pequeño. Al decirlo estallaba en una sola carcajaba que iluminaba su rostro y lo hacía parecer um pequenino; ahora era difenrente, o el proceso era diametralmente opuesto: se sentía como un niño y se embriagabe en odio, entonces cuando pronunció su frase no le salió el mínimo hilo de risa. Estaba en su límite el pobre viejo. Sabía que debía llorar, que quería volar en mil pedazos... pero nada. Nada, ni el ni yo podíamos hacer algo por mejorar la situación.

Caminó varias veces en círculo por la sala y hasta puso el pie sobre la mesa roja. Sacó entonces una botella de licor de la nevera y se la bebió de un sorbo. No respiró, no se rio, ni me miró, cayó destruido sobre la cama. Un elefante asesinado con agujas de humo. Le quité entonces los zapatos y lo acomodé sobre su lecho; le puse una cobija encima y lo dejé mirando hacía un lado por miedo a que se broncoaspirara. El viejo.

Miré entonces entre sus cosas y encontré un par de notas: él siempre guardaba notas, historias donde su vida y sus penas se abrían a mis ojos. El viejo casi no hablaba, o lo hacía a destiempo o cuando ya era demasiado tarde. Esta vez fue igual, su pecho estaba siendo triturado por un sentimiento muy muy fuerte, pero no me decía nada, todo salía así de golpe, con esa espontaneidad propia de las fieras en la espesura. Esa pena que lo iba matando no permitía que yo la restreara sino hasta el instante en que con sus garras me destrizaban el rostro. El viejo.

Dos papeles y dos historias. Cuando las leí supe que el viejo pensaba que la italiana había vuelto a su vida normal con el conde de Wöy. La noticia –así cruda y de golpe- me hizo sentir que un veneno fortísimo recorría mi nervio óptico hasta entrar al cerebro. Cerré los ojos para intentar expulsarlo de mi cuerpo, pero no fue posible. Sentí mucho dolor y me lamenté en silencio por el viejo, lamenté su confusión. Pobre marica, me dije, tras haber leído la siguiente historia: El Juguete rabiso. “...y El juguete rabioso narra el modo en que el héroe es devorado por el folletín. Este muchacho de dieciséis años, que quiere ser ladrón, es un gran lector y el bovarismo es el secreto de su identidad. No le gusta la realidad y aspira a otro destino. Usa los libros como plan de acción y lee para aprender a vivir.” Roberto Arlt. Kja Huno. Ese era el nombre del lugar donde me encontré con ella. Vestida de blanco y blanquísima como es ella me miró fingiendo sorpresa. Qué hiciste hoy. Eso dijo. Yo le dije nada, seco lacónico. Lo hice de ese modo pues me había hablado de su día, cuando le pregunté sobre el empleo de sus horas y las gente vista, su forma de hablar fue una evasiva; no era el vuelo de un alcón el que esquivaba la pregunta, era un avión herido de muerte el que giraba haciendo ruido con todos sus medidores en alerta. No sé por qué...

Acá interrumipí la lectura para preparar el té. Recordé Opio, de Maxence Fermine, mientras paseaba mis ojos sobre el viejo y la tetera. Mi reflexión sobre el escrito del viejo fue simplista y acertada: el tipo exageraba, que el viejo era traicionado por esa cosa inmensa que sentía, por esa masa informe que cuando era golpeada por una bribración de alta frecuencia se tornaba en una sustancia peligrosa. Así era ese monstruo, aquel cuyo nombre no me gusta pronunciar. A, m, etc.  

Serví el té y seguí leyendo: ...No sé por qué pero vi qué todo en su vida estaba en su justo lugar. Ataraxia olfateé tras la silueta del conejo que se alejaba a contraluz. Sentí que sobraba. Sentí que estaba existiendo más de la cuenta. Sentí que estaba existiendo fuera de los límites de mi cuerpo. Eso es malo. Eso es muy grave. Uno debe existir lo necesario. El espíritu no debe trascender. Sentí entonces que toda esa creatividad, toda esa potencia creadora que hasta ese momento había sido la espuma que rebozaba mis días...

Mierda. Ese sorbo de té fue muy amargo. Recuerdo al viejo haciéndome una pequeña reflexión mientras manofacturaba un cuadernillo; siempre había admirado las habilidades manuales del viejo, era un artista y eso me hacía sentirme orgullo de ser su amigo, a pesar de sí mismo. –Antes pensaba –comenzó diciendo- que mis musas eran todas Έρινύες, pero ahora me siento libre y creo que pueden ser personas como tu y como yo... naa, miento: ni tu ni yo valemos tanto como ella –se le abrían mucho los ojos cuendo hablaba de la italiana-. Ahora yo los cerraba recordándola.

Sabía que el viejo sentía algo muy fuerte por ella y eso me preocupaba. Todo el tiempo le cantaba yo ese ballenato extraño de la brasilera; él se reía pero sabía en el fondo que yo tenía razón; su risa era amarga y la pasba con té, amargo también, así como yo me tragué en aquel momento sus penas. El viejo roncaba y la habitación entera olía a alcohol.

Seguí entonces leyendo la primera historia: ...la espuma de mis días me daba la espalda y se desmoronaba como un estatua de sal. Sal. Mala suerte. Mal amor. Se encendió una pequeña flama, luego se quemó todo. Entonces la destrucción de Persépolis fue un juego de niños, que Megas Alexandros lo hiso de verdad sin querer. Se encendió una pequeña flama y hasta el mar ardió y mis lágrimas se me antojaban vapor y no las lloré. Quedé ciego. Eso es muy malo. Perder la vista es muy malo. O no, no lo es tanto. Lo que sí es horrendo es haberla perdido ante el recuerdo de esa duda sobre sus ojos que antes era todo. Esa duda que tiene doble filo. Esa duda que tras de sí esconde una certeza que destierra a quien mira su contracara. Eso es muy malo. Me perdí. Me hundí. Un odio negro nació, encontró su cause, y sus aguas se desbordaban. Alzo entonces el cuello para respirar. Pronto la marea sube más. El terror dura pocos segundo pues me nacen bránqueas. No soy un pez de juguete. Jugaron conmigo que no es lo mismo. No tengo 2000 mil años, tengo 3 y estoy herido y estoy rabioso. ¿Cómo cabe tanto odio en este cuerpo tan pequeño? De qué me sirve la inmortalidad ahora...

Fin de la historia, la primera. La segunda no quise ni leerla, pues ya me sentía mareado. Llené un vaso con agua y sumergí los papeles, traté de olvidar la historia. Traté y no funcionó y mi pena se hundió junto con la del viejo y vi esos ojos, los imaginé guardando un secreto, vi esos ojos y esa piel blanca, los vi escondiendo una felicidad que le costó la razón al viejo.

Qué mierda, pronto tendré otra vez su funeral y aunque me había ya acostumbrado a que muriera constantemente, me preocupó que volviera, me preocupó también lo contrario, que no lo hiciera. Es fácil encariñarse con el viejo, también es fácil detestarlo. Recuerdo esas madrugadas en las que llegaba a casa con el pelo lleno de tierra, pues había escapado de la tumba. Odiaba y amaba esas mañanas, tal como el viejo lo hace ahora, con su pecho triturado por un sentimiento que sobrepasa sus fuerzas y lo desborda, esa cosa inconmesurable que se siente cuando se es tratado como un niño.

Lo peor es que yo mismo podía sentir todo eso, pero a sabiendas de que nada era verdad. Ficción. El viejo. Me tiene harto, me agota. Me tiene asqueado ese corazón salvaje que tiene, esos amores y esos odios que se suceden sin parar y sin dejar tiempo a que yo pueda pensar en una solución o a que mis labios conjuren un consejo. Me gustaría ver su rostro desfigurado y su cuerpo inerte sembrado con un jardín de florles de Lichtenberg. Me gustaría que se fuera, que no jodiera más la puta vida, que se hundiera en la tierra y que no volviera nunca a dejarme la ducha llena de terrones que al desmoronarse dejan escapar cabellos blancos.

No hay comentarios.: