Recordé en ese momento a las tejedoras de las cuevas de Artellia, ciegas por el deseo y las piedras con las que tendían sus trampas a los aldeanos. Historias de brujas que ahora no vale la pena contar.
Gustav Komppa. 1903. Esas eran otro par de inscripciones puestas junto a la extraña fórmula. Su fina caligrafía me sorprendió pues alejaba mis ojos de todas esas caras; caras con pequeños cabellos, tanto en mujeres como en hombres; caras con finas narices que me hacían pensar arcilla; caras con ojos azules por las lágrimas que nunca lloraron cuando tuvieron la ocasión de hacerlo; caras que habrían llenado de motivos a los Escritores Rusos para pasar de la novela psicológica a la pornografía metafísica; caras, simplemente caras, llenas y vacías. Mis ojos estaban ya lejos.
Cuando el metro se detuvo en la estación Corentin Cariou, caminé hasta que los túneles y las escaleras terminaron por quedarse atrás. Escapé de la oscuridad que encierra el movimiento y vi la luz artificial.
La calle me esperaba. Y pensar que 45min atrás estaba sentado en el balcón de mi antiguo estudio (en Corentin Celton) mirando un cielo que se desvanecía, consumiéndose a sí mismo, haciéndose oscuro. Los árboles con las hojas que caen lentamente sacudieron sus brazos y me dejaron ver cómo todo es cuestión de resistir, una cuestión de no fijar la mirada en un objeto por mucho tiempo, justo hasta que la monotonía de su perfección deja que la angustia se pose sobre tu nariz.
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