jueves, septiembre 24, 2009

Tarea # 1

El metro era particularmente inestable. La voz que siempre oigo en mi cabeza cuando leo, se escurría entre las grietas que dejaban los ruidos del metal y la fricción. Leía a Pamuk y la historia que me contaba era ininteligible en ese momento. Cerré el libro y pensé en algo absurdo que estaba escrito en una de las paredes del vagón. C10H16O. Eso era lo que estaba allí junto a mi codo, junto a mi mano y la carátula del libro, escrito con cuidado y lleno de magia. Me llamo Rojo. Eso era lo que estaba escrito sobre el libro, sobre su carátula. Miré inmediatamente al cristal de la venta –a través del cual podía estar viendo mi rostro- y no vi nada escrito en él. Recordé el Libro Negro, también de Pamuk, y mi melancolía comenzó a diluirse en el aire. Cada una de las caras que veía allí estaba vacía, sin un solo “hilo de realidad”.
Recordé en ese momento a las tejedoras de las cuevas de Artellia, ciegas por el deseo y las piedras con las que tendían sus trampas a los aldeanos. Historias de brujas que ahora no vale la pena contar.
Gustav Komppa. 1903. Esas eran otro par de inscripciones puestas junto a la extraña fórmula. Su fina caligrafía me sorprendió pues alejaba mis ojos de todas esas caras; caras con pequeños cabellos, tanto en mujeres como en hombres; caras con finas narices que me hacían pensar arcilla; caras con ojos azules por las lágrimas que nunca lloraron cuando tuvieron la ocasión de hacerlo; caras que habrían llenado de motivos a los Escritores Rusos para pasar de la novela psicológica a la pornografía metafísica; caras, simplemente caras, llenas y vacías. Mis ojos estaban ya lejos.
Cuando el metro se detuvo en la estación Corentin Cariou, caminé hasta que los túneles y las escaleras terminaron por quedarse atrás. Escapé de la oscuridad que encierra el movimiento y vi la luz artificial.
La calle me esperaba. Y pensar que 45min atrás estaba sentado en el balcón de mi antiguo estudio (en Corentin Celton) mirando un cielo que se desvanecía, consumiéndose a sí mismo, haciéndose oscuro. Los árboles con las hojas que caen lentamente sacudieron sus brazos y me dejaron ver cómo todo es cuestión de resistir, una cuestión de no fijar la mirada en un objeto por mucho tiempo, justo hasta que la monotonía de su perfección deja que la angustia se pose sobre tu nariz.

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