martes, agosto 25, 2009

Toros

–Escribir. ¿Qué es esa mierda? –pensaba mientras las palabras salían (con ese extraño acento) de la boca de un amiga mía, la Polish-. Ella movía sus labios, su voz se abría paso entre el oxígeno y el dióxido de carbono. Yo asentía, con la cabeza puesta sobre los hombros pues no sabía de pingüinos ni de mariposas de menta que ahora endulzan mis tardes.
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Estábamos en Valentino y el clima nos había hecho buscar un lugar menos frío.
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Por cosas del azar, por cosas del metabolismo –que cada vez se parece más a la voluntad- tuve que ir al baño y cuando regresé ella hizo igual: se fue para el baño. Yo la esperé. Miré las luces y unas fotos que por esa época estaban colgadas en los muros del lugar. Todo estaba bien ambientado y mis ojos corrían a la velocidad adecuada: aquella que dictaba la música.
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La Polish volvió del baño. Sonrió. El tema cambió de súbito, aunque bien recuerdo que al final de nuestro encuentro hablaríamos del tiempo; siempre el tiempo. El nuevo tema fue... los toros. Sí, su muerte y su resurrección, el pecado de aquellos bichos de trajes ridículos que se pavonean por un círculo lleno de tierra. Creo que es tierra.
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–¡Calde, por Dios! –dijo la Polish luego de oír mis argumentos sobre un no a la tauromaquia-. Qué bobas. Yo, por el contrario no estoy de acuerdo porque esos pobres animalitos… no, son unos sádicos… ay no, son unos idiotas… –prosiguió mi amiga hasta un corto silencio-.
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Yo odiaba las corridas de toros, y no volvería sino dopado a una de ellas porque las encuentro aburridas. El “por Dios” de mi amiga no cobraba sentido alguno, Dios no tenía nada que ver ahí.
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Recuerdo una corrida muy particular en la que a un caballo le sacaron las tripas. Un accidente, sin duda: el toro tenía los cuernos (¿pitones?) donde no debía y el vientre del caballo estaba donde el destino quería, donde no debía estar; rosa casi gris, violeta y azul pálido. Peces en el aire. El desastre y el colorido. Siempre había oído decir que –sobre todas las cosas- una corrida de toros es “colorido”.
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Aquella tarde de feria no supe cuántas orejas se cortaron, no supe cuántas veces el alcalde se sacó los mocos, mucho menos cuántas botas tiraron al ruedo. Lo que sí aprendí fue algo sobre el valor estético de la sangre; a un toro que había sido mal estocado –o qué se yo, atravesado por una espada- le estalló el lomo y la sangre bañó un burladero. La espada salió lentamente, por su propia voluntad. Las niñas y las mujeres gritaban. Yo no, yo miraba.
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Tomé mi aromática y la conversación continuó luego de que el líquido y los pedazos de fruta bajaron por mi garganta. Hacía frío y la luz bajaba y subía su intensidad por razones que ignoro hasta hoy.
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A mí, personalmente, ver hacia el frente en una plaza de toros (donde está toda la gente) me hace recordar un relleno sanitario; cosas de todos los tonos, de todas las texturas y todas las formas. Ruidos y una sensación de violencia expresada por el paisaje. El “por Dios” de mi amiga seguía perdiendo sentido. Su voz y su risa ganaban espacio.
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–Polish, las corridas deben existir para garantizar la existencia de los toros de lidia. Ellos no pueden ser otra cosa que bestias, monstruos de verdad –dije en ese momento para experimentar-. Así mismo, los animales como el león y el tigre tienen que ser mascotas para salvarse de la extinción. El circo romano me haría volver a una plaza de toros. Los toros de lidia, viven únicamente para ser asesinados sin honor pero sobre la tierra. Estos pobres animales –continué diciendo mientras la Polish dejaba sus ojos abiertos y contenía un bostezo- viven de la violencia y el esnobismo, así como nosotros vivimos del aire y las anguilas viven de una batería celeste.
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No la veía muy convencida a la Polish. Era el momento de la huida. Fui al baño una vez más mientras ella pedía la cuenta, me miré en el espejo con las manos húmedas y me pregunté: ¿qué mierda es escribir? Una vez más.

1 comentario:

Carlos Augusto Jaramillo dijo...

Es la misma pregunta que, creo, nos hacemos todos los que estamos dedicados a eso. A veces no importa si lo hacemos bien o mal, sino por qué y cómo.
De todas formas siempre he estado convencido de que el verdadero escritor lo hace por necesidad, por no poderse contener, como quien orina o vomita. Eso se viene y uno tiene que dejarlo salir. Para uno siempre es mejor afuera que adentro. Al lector, en cambio, puede no gustarle el resultado.