miércoles, julio 29, 2009

Vacaciones

“Todo esto no fue más que un trabajo de un par de horas, y encontré un particular placer realizándolo”
Walden, H. D. Thoureau (Traducción de drc)

Cuando la hoja de la espada atravesó su hombro sintió que algo andaba mal. Más allá de la sangre que brotaba, sintió que todo estaba perdido pues no podría controlar sus sentimiento y su alma comenzaba a expandirse.
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Enfureció tirado en el suelo.
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La espada, clavada en la pared –que era de madera-, no obstruyó la circulación de la sangre. Sus huesos encontraron respuesta y sus músculos hicieron cumplir una promesa de muerte: se levantó y los apuñaló a todos por la espalda. Mientras estaban gritando cortó sus cabezas. El grito, que inicialmente era solamente un sonido, pasó a ser un recuerdo. Nunca lo abandonaron ni el ruido de las cuerdas bucales rompiéndose ni los gritos apagados. Todo se pegó a su ropa.
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Recordando como seis hombres lo habían sorprendido en su casa mientras dormía, y como esos mismos hombres lo habían golpeado para luego dejarle como recuerdo una espada clavada en el hombro, saboreó el olor de la sangre en el aire. Su paladar se secó. Puso a hacer café.
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Sentado junto a los cadáveres, bebió su café sin ninguna prisa. El tiempo y el dinero, el rojo y el negro, las aleaciones de los metales y la fórmula para transformar las tortugas en islas, todo eso pasaba por su mente. La cafeína, el agua, el parpadear de inexplicables suspiros, todo eso pasaba por su garganta. Muertos y más muertos; seis en total. Le dolía el hombro mientras veía la espada en el suelo. La pared estaba llena de sangre.
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La mancha en la pared tenía una forma. Él la miraba y bebía café. Pensaba en lo gracioso que sería que junto con la sangre que de la herida brotaba, salieran gotitas de café. No reía porque le dolía. Lo dejaría para después, reiría después, reiría al último, reiría partiendo los cadáveres en trozos. Sin embargo no lo hacía pues su presente era la sed, era el horror, el placer que le brindaba sentirse moribundo en una casa alejada de la sociedad, las personas, los amigos.
La mancha en la pared tenía una forma.
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Unos ojos vinieron a su mente. Las orugas pisaban la maleza luego de devorarla. Los pájaros estaban mudos. Luego cantaban normalmente.
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Otra taza de café. El olor a muerte permanecía en el aire a pesar del viento; el vapor que manaba de la taza era llevado hacia todas partes. Los pocos cabellos que tenía aún estaban empapados de sudor, un sudor frío producido por la mano de la muerte que lo excitaba, que hacía que su herida brillara con los últimos rayos que ofrecía el día.
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–Mierda, hasta acá llegué –decía para sí mientras los árboles susurraban, mientras el café descendía por su garganta-.
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Todo pasa con simpleza, los minutos avanzan, los segundos estallan en imágenes secas y las venas no obedece: sangre es la que brota, sin control. Todo pasa con simpleza.
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Hizo una tercera taza de café. Esta vez se sentía más mareado. Pero eso no era lo único que había cambiado: los cuerpos, los seis, ya habían perdido su calor y tomaban un color insoportable para la vista. La manga de su camisa no podía retener más sangre; esta era otra cosa que había cambiado.
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–Sí, este es el final –decía de nuevo, en un tono inaudible para sí, para los cadáveres o los árboles; se arrepentía de casi todo lo bueno, de haber querido, de haber buscado, de creer que encontrar es movimiento o el final de la fugacidad. Se arrepentía también de haber envenenado sus sentidos con unos labios hermosos, con unos ojos que no podría comprender ni aunque naciera otra vez-.
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La consciencia se apagaba, al igual que el café. Las horas pasaban al compás de las gotas que se perdían en un pequeño charco rojo que se resignaba a colarse por entre las tablas del suelo. Gotas que caen, consciencia que se apaga: arrepentido de arrepentirse. No sabía que sentir. Sus labios estaban secos. Perdía mucha sangre, la necesaria como para decir que la vida era hermosa. Habría preferido haber sido fulminado por una espada negra, de hoja negra.
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–¡Qué paso! El corazón está tan cerca –Eso decía en el tono de siempre mientras medía con la mano abierta, mirando la distancia que hay entre el dedo pulgar y el meñique.
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–Tan cerca...
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Tic tac, tic tac. Un monstruo que camina la superficie de un charco sin hundirse, sin caer en cursilerías. Un momento que se va. Quédate momento. Desvariaba. Sus labios secos pensaban en aquella tarde cuando tocó aquellos otros labios, que a su parecer parecían no querer nada; luego de un té. Pétalo de flor. Esos otros labios no querían nada. Él no lo sabía pero quiso arriesgarse. Él no sabía nada del comportamiento de sus arterias y de la sangre; sin embargo, quiso sacar la espada y matarlos a todos.
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Los deseos. La habitación oscurecía rápido. Las dos de la tarde. Esa pudo haber sido la hora en que lo atacaron. Dos y diez de la tarde, de la misma tarde. Esa pudo haber sido la hora en la que sacó fuerzas para apuñalarlos a todos y tomar unas vidas prestadas. Seis cadáveres. Número correcto. No sabía la qué hora era. La habitación oscurecía. Le preocupaba estar perdiendo de verdad la conciencia.
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Los insectos caminaban y sus pequeños pasos hacían cimbrar la tierra, las bases de su consciencia.
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No sabía si su vida era una cadena. Tal vez era un eslabón roto, un círculo sin cerrar o el charco que creía bajo sus pies. Negro, de ese color era el charco. Arrepentirse de abrazos cuyo recuerdo llegaba con gran satisfacción, con cariño, tal vez con amor (a pesar de lo fuerte de la palabra), no era la idea. Los miraba puestos en ese sitio, en ese lugar, frente al taller donde los artesanos del pueblo aprendían el arte de pensar la ciudad. La torre cerca. La niebla puesta ahí porque estaba algo bebido. Los seis cuerpos nos se movía y eso lo hacía sonreír. Miraba sus caras desfiguras por el horror de lo normal, de la venganza, y eso le permitía sonreír una vez más.
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Cuando quiso levantarse por otra taza supo que el fin estaba ahí, más que cerca. En ese momento deseó no haber sido un héroe, haber sido la gallina de siempre, aquella que chocaba contra los espejos, aquella que se habría quedado con la espada adherida a la pared. Su valentía –el recuerdo de haber sido valiente antes de que le dieran la espalda para decir adiós- le dolía. Vino a su mente aquel abrazo cerca de unas escaleras; era exactamente igual.
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Faltaba muy poco para que su alma se desprendiera de la carne. Sonreía pensando en los tiempos que creía haberse librado de sentir; era un idiota y lo sabía: por más que cultivara orugas en su alma, esto no garantizaba que ésta no creciera en forma de raíz.
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Seis cadáveres, un charco de sangre, un hombre que murió sin saber si se arrepentía o no y una palabra marcada en unos labios secos: "...vacaciones, salí de vacaciones, vuelvo el lunes...". Eran las cinco de la tarde y una cuarta taza de café no pudo servirse.

2 comentarios:

Gatohombre en Paris dijo...

tomás adolfo jicler... ve! Blondhaussen, tenés razón: son como 3 páginas.

Tomás David Rubio dijo...

Y llegará el día en que no sean tan forzadas.

Saludos, Lorenzo Lamas del Cable.