Cuando me dijo el conductor del bus que la Rambla quedaba allí cerca dudé: me quedo en Barcelona y me voy a la mierda, o me subo a un bus que me llevará a Valencia, lugar donde me esperaba Marcela y donde tenía una cama donde dormir. Las lágrimas que no derramé por la impotencia de preferir siempre lo correcto se transformaron en fotos que posteriormente borraría; todas quedaron movidas.
El metro de Barcelona era estrecho. La fila para comprar el boleto de bus hacia Valencia era larga y detrás de mí –una señora gorda- miraba a todos con desconfianza; palestinos y marroquíes junto a un colombiano que hablaba francés. Euros en mi mano y un deseo: saber cuánto duraría el viaje.
Tres horas –eso respondió alguien de la fila ante la negativa de la señora gorda de responder-.
El asiento que me tocó ocupar era muy cómodo, tenía derecho a un refrigerio y al desprecio de quien repartía la bolsa con galletas y jugo. No es que todo sea un puñado de miradas de asco, de xenofobia… es que era España. Las galletas no estaban nada mal. El jugo no me lo tomé por miedo a orinarme dormido. Uno nunca sabe.
El bus avanzaba y el paisaje se escondía entre sombras, salía a la luz cuando los autos ponían sus luces. Un cementerio lleno de espejos, luego otro. Todo eso pasaba por mi ventana. Espejos donde los muertos descansan, espejos donde luego mi mirada se cansaba consumiéndose, consumiéndome en historias macabras que me divirtieron pero que ahora no recuerdo.
Una mala película proyectada tras la cabeza del conductor. Afuera todo era negro, pura quietud. Estaba impedido para imaginar que todo quedaba atrás; Barcelona y los espejos.
Una serie de luces de neón –muy delgadas- en el techo devoraban mi atención. Me quité las gafas un rato. Pensé en mi familia, pensé en que además de estar dentro de un bus estaba en diciembre, y que además de estar en diciembre estaba en un punto, en una silla. Estaba cómodo, estaba solo pero los secretos del arte no se revelaban. Estaba en silencio pero sentía que allí no estaba ni yo ni nadie.
No podía dejar de mirar las luces; el arrepentimiento de los meses anteriores, mi mal comportamiento –que ahora no vale la pena lamentar, porque sabe a victoria, a arena de isla virgen- era filtrado por mi corazón, este fenómeno rasgaba mi alma poco a poco. Censurar estas palabras es lo más adecuado. Filtros de aire, peces en el aire, mariposas muertas en mi estómago.
Dormí una hora. Más o menos.
Llegué a Valencia, al terminal de transporte. Allí nadie me esperaba... bueno sí me esperaban, pero no había nadie en el terminal. Con los pies en tierra firme no pude hacer otra cosa que llamar a Marcela, el teléfono de moneda no funcionaba; los árboles que estaban fuera tenían raíces poderosas. Taxistas discutiendo. Todo en una sola mirada, mi cabeza giraba y una emoción idiota que nunca había sentido: dormiré en la calle en Valencia.
Esa noche dormí en una cama muy cómoda. Nada de lo que planeo sale bien, ni siquiera aquello que puede hacerme daño, supongo que el día que quiera quitarme la vida descubriré que soy invulnerable a las balas.
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