Viernes de la semana pasada: salí a las 15 de mi casa. Acá siempre hay que decir los números que corresponden a una hora del día bajo el riesgo de ser malentendido y de no "ser registrado". Esto de no ser registrado es realmente difícil de aceptar. La voz sale de la boca, la intención de comunicarse está en el aire, como energía concentrada y sin escape, pero la persona ubicada frente a mí, no registra no entiende no nada, se queda quieta, mirando y cerrando paulatinamente los ojos a causa de la fuerza que debe hacer para leer las letras que con tinta se escriben en el aire. "J'comprend pas... pardon".
La historia. El viernes pasado quedamos de salir. El plan: una fiesta, reunión, encuentro o como le quieran llamar en la casa de Martín. Martín es eslovaco, es calmado y amable, habla despacio y tiene algunas canas a pesar de ser muy joven. Su casa era bellísima, pequeña pero exuberante, con mucho vino y snacks europeos.
Cuando la reunión terminó, todos salieron un poco apagados, un poco como la nariz de un gato, gotas que se deslizan sobre una hoja. Afuera, en la Fontaine Saint Michel, me esperaba el amigo Alberto Arango. Él estaba con dos amigas suyas: una niña de Manizales y otra de Cúcuta. Querían comer crepes porque tenían hambre. Las acompañamos.
Las calles cerca a la Fontaine son realmente pintorescas, por decir una palabra que todos entienden. Allí cerca hay muchos bares con luces y avisos extraños, los andenes son estrechos y la gente que por allí deambula (40% borrachos) me hace pensar en Wild On y en los años de Baudelaire y Gautier, salones de opio, prostitutas y cosas que ya no existen –o por lo menos que son menos evidentes- cristalizan su ausencia y transforman cada paso en una postal.
Cuando las amigas de Alberto estaban comiendo sus crepes, debí darle indicaciones a un portugués sobre cuál era el mejor lugar para comer sus crepes. La respuesta se transformó en una extraña conversación sobre nada, con muchas risas y señas, en donde el inglés, el francés y el portugués se mezclaban.
La niña de Cúcuta recibió una llamada. Habló en inglés ("...yes, yes... yes... ok."). –Que nos vemos con los rusos en la Fontaine Saint Michel –dijo la niña de Cúcuta entes de darle una mordida a su crepe, derramando un hilo de azúcar. El hilo de azúcar cayó y se mezcló con la suciedad, el murmullo de la calle era indescifrable, como el asunto de los rusos para mí. –¿Rusos? Cuáles rusos –pienso yo mientras camino-. En la Fontaine estaban tres personas esperando: dos muchachos (Anton y Anton) y Helena. Eran personas muy simpáticas y de buenos modales, no olían mal y opinaban que los problemas de Rusia eran causados por el wodka, por eso ellos tomaban cerveza únicamente. Extraño ese asunto.
La idea era encontrar una botella de vino y compartirla mientras pasaban las horas, pues ya era tarde para volver a casa; eran más de las 2:00 y el servicio de metro y RER se reanudaba a las 6:00. La botella la encontramos en una tienda ubicada cerca al Panthéon, era de un árabe. Al-Sahlir de allí pensamos en un plan, en algo típico, ir al Sena y sentarnos. Aprovechar una noche cálida era la razón principal.
Por fin llegamos, bajamos les escaleras que descienden a los canales del Sena -desde donde se puede apreciar una "N" entre guirnaldas en la mitad de los puentes-, abrimos la botella de vino y comenzamos a hablar, pendejadas, sobre todo pendejadas. Helena, la rusa, resultó no ser tan rusa; venía de Kazajistán y su proyecto de vida era estudiar administración en París para volver a su tierra a manejar la peluquería de su padre. Persiguiendo este objetivo debía sostenerse ella misma, así que era maquilladora y en las noches, algunas noches, t-r-a-b-a-j-a-b-a-c-o-m-o-c-a-n-t-a-n-t-e-e-n-u-n-b-a-r-d-e-jazz! Increíble. La conversación: las dificultades que su estatus y sus documentos le traían para poder trabajar. –Cuáles dificultades, madame? –pregunté mientras me arreglaba el cuello de la chaqueta-.

Ella respondió que en realidad no era de Kazajistán, era tártara. Para mí, eso fue lo más extraño y me dio mucha alegría estar frente a una persona de un pueblo que creía perdido. Cuando miré a mi alrededor, en los labios de los hispanoparlantes se leían las 'palabras' 'salsa'. –¿Tártara y canta en un bar de jazz? –pensaba yo- esto es lo más raro que me ha pasado en la vida-. Le dije entonces que cantara, siguiendo a Alberto Arango. Su voz era hermosa, ella no tanto. Frank Sinatra, Ella Washington… hasta Maroon 5. Cantó de todo mientras el viento soplaba con fuerza en los canales del Sena.
Habló Helena un poco más de sus orígenes, que su novio o un primo, ya no recuerdo, era descendiente de Chinguis Jan. Esto era increíble. Puede que París no sea la espina dorsal del universo, pero sí es una fuente inagotable de historias, ese es el encanto en su aire maloliente: literatura fermentándose gracias a las migraciones. Risas. De repente me sentí ridículo, no avergonzado de mis orígenes, pero sí un tanto... cómo decirlo... simple, normalito. Entonces les dije a todos que un amigo mío había sido poseído por el fantasma de un roquero del siglo XIX, que de cuando en cuando hacía conciertos y que si me daba la gana los invitaría algún día.
A las 5:52 tomé el metro para irme a dormir.
La historia. El viernes pasado quedamos de salir. El plan: una fiesta, reunión, encuentro o como le quieran llamar en la casa de Martín. Martín es eslovaco, es calmado y amable, habla despacio y tiene algunas canas a pesar de ser muy joven. Su casa era bellísima, pequeña pero exuberante, con mucho vino y snacks europeos.
Cuando la reunión terminó, todos salieron un poco apagados, un poco como la nariz de un gato, gotas que se deslizan sobre una hoja. Afuera, en la Fontaine Saint Michel, me esperaba el amigo Alberto Arango. Él estaba con dos amigas suyas: una niña de Manizales y otra de Cúcuta. Querían comer crepes porque tenían hambre. Las acompañamos.
Las calles cerca a la Fontaine son realmente pintorescas, por decir una palabra que todos entienden. Allí cerca hay muchos bares con luces y avisos extraños, los andenes son estrechos y la gente que por allí deambula (40% borrachos) me hace pensar en Wild On y en los años de Baudelaire y Gautier, salones de opio, prostitutas y cosas que ya no existen –o por lo menos que son menos evidentes- cristalizan su ausencia y transforman cada paso en una postal.
Cuando las amigas de Alberto estaban comiendo sus crepes, debí darle indicaciones a un portugués sobre cuál era el mejor lugar para comer sus crepes. La respuesta se transformó en una extraña conversación sobre nada, con muchas risas y señas, en donde el inglés, el francés y el portugués se mezclaban.
La niña de Cúcuta recibió una llamada. Habló en inglés ("...yes, yes... yes... ok."). –Que nos vemos con los rusos en la Fontaine Saint Michel –dijo la niña de Cúcuta entes de darle una mordida a su crepe, derramando un hilo de azúcar. El hilo de azúcar cayó y se mezcló con la suciedad, el murmullo de la calle era indescifrable, como el asunto de los rusos para mí. –¿Rusos? Cuáles rusos –pienso yo mientras camino-. En la Fontaine estaban tres personas esperando: dos muchachos (Anton y Anton) y Helena. Eran personas muy simpáticas y de buenos modales, no olían mal y opinaban que los problemas de Rusia eran causados por el wodka, por eso ellos tomaban cerveza únicamente. Extraño ese asunto.
La idea era encontrar una botella de vino y compartirla mientras pasaban las horas, pues ya era tarde para volver a casa; eran más de las 2:00 y el servicio de metro y RER se reanudaba a las 6:00. La botella la encontramos en una tienda ubicada cerca al Panthéon, era de un árabe. Al-Sahlir de allí pensamos en un plan, en algo típico, ir al Sena y sentarnos. Aprovechar una noche cálida era la razón principal.
Por fin llegamos, bajamos les escaleras que descienden a los canales del Sena -desde donde se puede apreciar una "N" entre guirnaldas en la mitad de los puentes-, abrimos la botella de vino y comenzamos a hablar, pendejadas, sobre todo pendejadas. Helena, la rusa, resultó no ser tan rusa; venía de Kazajistán y su proyecto de vida era estudiar administración en París para volver a su tierra a manejar la peluquería de su padre. Persiguiendo este objetivo debía sostenerse ella misma, así que era maquilladora y en las noches, algunas noches, t-r-a-b-a-j-a-b-a-c-o-m-o-c-a-n-t-a-n-t-e-e-n-u-n-b-a-r-d-e-jazz! Increíble. La conversación: las dificultades que su estatus y sus documentos le traían para poder trabajar. –Cuáles dificultades, madame? –pregunté mientras me arreglaba el cuello de la chaqueta-.
Ella respondió que en realidad no era de Kazajistán, era tártara. Para mí, eso fue lo más extraño y me dio mucha alegría estar frente a una persona de un pueblo que creía perdido. Cuando miré a mi alrededor, en los labios de los hispanoparlantes se leían las 'palabras' 'salsa'. –¿Tártara y canta en un bar de jazz? –pensaba yo- esto es lo más raro que me ha pasado en la vida-. Le dije entonces que cantara, siguiendo a Alberto Arango. Su voz era hermosa, ella no tanto. Frank Sinatra, Ella Washington… hasta Maroon 5. Cantó de todo mientras el viento soplaba con fuerza en los canales del Sena.
Habló Helena un poco más de sus orígenes, que su novio o un primo, ya no recuerdo, era descendiente de Chinguis Jan. Esto era increíble. Puede que París no sea la espina dorsal del universo, pero sí es una fuente inagotable de historias, ese es el encanto en su aire maloliente: literatura fermentándose gracias a las migraciones. Risas. De repente me sentí ridículo, no avergonzado de mis orígenes, pero sí un tanto... cómo decirlo... simple, normalito. Entonces les dije a todos que un amigo mío había sido poseído por el fantasma de un roquero del siglo XIX, que de cuando en cuando hacía conciertos y que si me daba la gana los invitaría algún día.
A las 5:52 tomé el metro para irme a dormir.
3 comentarios:
Usted no es "tan normalito", cuente sus paseos al bajo mundo con Christian y Tomas, y todos quedaran aterrados, de tal ingenuidad. Sin descrestes mi querido Felipe. La mente es mas prodigiosa que la realidad, no olvide que la pobre Helena desea apenas gobernar una peluqueria, tan simple como todo lo nuestro, solo que al otro lado del mundo.
Felipe, muchas gracias. Y siga asombrándose por favor, y narrando su asombro.
A los Libélulos: Tiene razón, en Manizales también pasan cosa muy raras. Nada más pregúntele a Cesar Augusto cuando se encontró en una cantina, de cuio nombre no quiero acordarme, a un par de amigos mío, sin mí, además.
B Misa: Hombre, de nada. Que bueno que le haya gustado. En serio gracias.
Publicar un comentario