Marton Priszler es mi compañero de habitación en las residencias del Crous, es húngaro-polaco. Lo vi por primera el día de la inscripción; estaba a pocos pasos de mi y trataba de entablar una conversación con una europea de no sé qué nacionalidad, de esas que parece actriz porno o chulo de Hostel (la de Roth).
El día lunes, durante la semana de inducción, fui a la oficina de Madame Buhnik para confirmar que tomaba la place quedando así "condenado" a vivir con otra persona por un buen tiempo, un año según el contrato. Un año. Me dijeron que podía pasar mis cosas a partir del día 1 de octubre. Finalmente las pasé el 2, en la tarde.
El día de la mudanza fue algo atropellado, complicado; caminar con dos maletas llenas de cosas por las estaciones del metro no es nada agradable, no creo que haya sido un buen ejercicio a pesar de haber hecho un esfuerzo físico. De hecho, si no hubiera sido por Alberto Arango (un amigo en París) seguramente estaria muerto... bueno, tampoco.
El día 3 de ocubre –si no estoy mal- fuimos al restaurante estudiantil a las 11:00, para no tener que esperar en una fila eterna que nedie no respeta; una mierda en todo caso. Pues bien, resultamos realizando une démarche urgente y directamente relacionda con los contratos de arrendamiento. En esta diligencia debimos esperar dentro de una salita con mucha gente. Olía a mico.
Como de costumbre en estos casos me comporté como un idiota; es decir, quise averiguar los gustos literarios de mi colocataire y cuáles eran los principales exponentes en materia de arte en sus países, pues tiene doble nacionalidad.
No sé por qué –por azar tal vez... seguramente por azar- terminamos hablando de Tolstoi. Nos reímos, dijimos un par de palabras más y cuando íbamos a continuar con la conversación, una niña que estaba sentada a mi lado nos dijo en un francés muy extraño que Anna Karenina no era un buen libro para comenzar a hablar ruso.
-¿Son rusos? ¿De dónde son?
-De Polonia –respondió Priszler, para luego señalarme con su dedo pulgar y terminar la frase diciendo- y él, colombiano.
-Ah, ah... colombiano. En todo caso no creo que Anna Karenina sea bueno para comenzar a leer en ruso.
En ese mismo instante, la persona que organizaba los turnos llamó a la rusa. Rusa, sí, porque así lo pensábamos, por el acento y el bigote, tan típico de los jaks y de la gente de las estepas, de los cosacos y todo eso. Desapareció.
Priszler y yo nos miramos como diciendo "hmm...". Sin duda era una mujer extraña, pero para mi compañero era normal. Me explicó que era la típica rusa, muy simpáticas al principio, que sin duda cuando la encontráramos de nuevo no nos volvería a saludar o a dirigir la palabra. Silencio, ignorancia y silencio.
El silencio lo rompió el grito de aquel que administraba los turnos al pronunciar el sonoro apellido de mi colocataire, pero la ignorancia no cesaría pues quien habría de atendernos era una negra-fofa-boquisabrosa. Las cualidades de negra y boquisabrosa eran las que más me asustaban, pues nunca –haste el momento- entiendo el francés de los negros. “Lo segundo” subía el nivel de dificultad. Rien de rien. Papeles, murmullos, mi nombre estaba cambiado (Félix Calderón), y un buen precio: 285,7 euros por un mes en las cómodas residencias del Crous. Al terminar la celebración del contrato –según pude entender- la mujer que nos atendió me dijo que casi nos llamamos igual, ella Felixe y yo Félix. Rien de rien.
De vuelta a la realidad: una enorme fila para entrar al restaurante. Tenía dificultades para comunicarme con Priszler porque nuestra pronunciación no era la mejor y nuestro manejo del francés también andaba mal. Hablábamos, o lo intentábamos, cuando de la nada salió la rusa y nos dijo: je veux partager le déjeuner avec vous, y se coló.
Cuando nos sentamos a comer, la rusa confesó estar estudiando literatura comparada. Esto me puso muy contento y la interrogué en el acto. Ella hablaba sin parar mientras la comida en su plato estaba intacta, cada habichuela, cada pedacito de omelette descansaban en su sitio, como reflejo de los monumentos que habitan Paris, intemporales, inmóviles.
En un largo discurso sobre la importancia de estudiar literatura francesa en Francia y –bien sûr- hablar francés en Francia, Priszler interrumpió a la rusa y dijo: "¿Quieren que les cuente una broma muy popular de mi país? –se refería a Polonia- ¿Si? ¿Pero es sobre mujeres, no importa? Bien: cuál es la diferencia entre una mujer y la radio... ¿Saben? ¿No? Pues bien, que el radio puede apagarse."
Yo sentía sudor frío recorriendo mi espalda mientras veía cómo Priszler levantaba las cejas y mostraba los dientes. Miré a la rusa. Ella se silenció por unos instantes, pinchó un trozo de tomate en su plato. Silencio e ignorancia. Las invasiones, las desmembraciones, guerras, refriegas y ofensas proferidas por los rusos a los polacos habían sido vengadas un (posible) 3 de octubre en una mesa de un restaurante universitario. Yo fui testigo.
Silencio e ignorancia hasta que la rusa continuó hablando, sin detenerse, sobre la mala traducción que habían hecho de La Guerra y la Paz. Decía que la obra debería traducirse como La Guerra y la Sociedad, en razón de no sé qué cambio extraño en el alfabeto ruso y buscando una interpretación moderna. La conclusión: de todas formas habría que dejar el título así: La Guerra y la Paz; más clásico y vende más.
Le pregunté a la rusa sobre nuevos autores rusos, pues en el occidente del cual Manizales es una parte minúscula, no se conocen muchos autores. Cuando iba ella iba a responder, Priszler habló de nuevo: "¿De dónde se apaga la radio Rusa?". Y antes de que la rusa respondiera o pudiera reírse le advirtió del mal sabor del omelette luego de haberse enfriado. Ni mis oídos ni mis ojos daban crédito a lo que estaba pasando.
Antes de irse la rusa nos dijo que era una especie de Scherezade, que nos había hablado poco para que mañana nos viéramos una vez más, y pasado mañana una vez más, y... y así, ad nauseam, hasta quedarnos con ella. Sé que en ese momento Priszler iba a decir algo más pero se tapó la boca con una cucharada de flan. La rusa se despidió agitando su capul y enviando un pequeño beso con la punta de los dedos. Yo miré a Priszler y él me dijo que tranquilo que todas las rusas eran así.
La verdad sí quedé un poco intrigado acerca sobre quiénes son los escritores rusos de 'nuestro tiempo', los jóvenes y talentosos que desconocemos. Caminé con esa duda hasta mi casa, mastiqué esa duda y la vi reflejada en mis anteojos mientras los limpiaba. Priszler me sacó de mis cavilaciones diciendo: "…esto es lo que estoy leyendo ahora, lo compré en francés para practicar. Creo que es mi escritor favorito, es muy conocido, ¿lo conoces?...".
Tomé el libro en mis manos y leí con terror: Le démon et mademoiselle Prym.
3 comentarios:
La cosa, Felipe es que ya no escuchamos la radio. Contacto. Que bien que ya tengas tu crous. Rafael
Silencio, silencio e ignorancia... ¿Qué parte de su duda masticada persiste en sus anteojos?
La de los nuevos escritores rusos, no pude saber cuáles o quiénes eran.
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