miércoles, septiembre 19, 2007

El mico más bello

La botella subía ante mis ojos; una burbuja de luz reventaba en mi boca. Por los dientes pasaba el licor. Sí, quemaba la garganta. Cada parpadeo con la botella pegada a los labios hacía ver más solo al señor del logotipo –de afilados bigotes, por cierto-, más despejado, despreocupado, sin la felicidad hasta el cuello. El recipiente estaba casi vacío y el líquido coqueteaba con un vaivén gracioso e n e l f o n d o. Ah, las curvas de vidrio enrojecían mis dedos.

El último sorbo. El último esfuerzo para llegar a la inconsciencia total. El licor pasaba fresco al comienzo para hacerse luego, cómo decirlo… lijadura líquida. La lupa del fondo –en el aire- dividía el mundo en charcos de paisaje. Un cometa surcó los paraísos de la botella. Unas veces por allí otras por allá. Todo era confuso y gracioso. Trágico. El cometa resultó ser una pipa de gas que surcaba los cielos. Una curva de humo. Una explosión. La sangre evaporada –pues sólo la sangre da un matiz rosa a las llamas... creo-. Llamas. Fuego creador y didáctico. Esquirlas. Combustión de las paredes. Todo más didáctico: no habrá que explicarle mucho a los niños cuando todo salga en las noticias a las 7:00, o como noticia de última hora. Sí, una de esas cápsulas informativas que interrumpe una cotidianidad para mostrar otra cotidianidad.

El cielo estallaba en rosas y gusanos de algodón. La botella comenzó a dar brinquitos entre mis manos. La miré. Alcé una ceja y no se me ocurrió otra cosa que clavármela en el cuello. Sonó el teléfono. Pues sí, después de la tragedia siempre llega la solidaridad. Otros dicen que la calma. Ah no, éso es con las tormentas. Tor... mentas si tor luego menta si tor ergo menta: el sabor a menta de los gusanos de algodón. Yo un pálido reflejo del cielo. El sol, una enorme madeja desenvolviéndose con furor, regándose por todas partes. Pasto. El sol reflejado. Unas rejas de luz, eso era todo lo que se veía. Luego la herida ni la miré ni siquiera estaba herido ¿No tenía pues una botella en la mano? Bueno, igual: dolía. El dolor en el humo, cielo en el humo, el dolor en mí, en mi cielo, en mi humo. Tosí. A lo lejos un chillido o graznido o rugido de algún ave de corral o de pantano. El pasto picaba en la cara. Arrastré la estructura corporal, y las vísceras contenidas en ésta, hasta el balcón. Con las manos, obvio. Subí una la otra no. Logré apoyarme. Mis ojos y lo demás subió solo, de manera incorporal. Un ojo se fue hacia el desastre, se perdió en el humo y la sangre evaporada, se perdió entre el gelatinoso aliento del desastre y la angustia. Sonó el teléfono. El otro ojo, el izquierdo, trató de hacer lo mismo pero algo lo distrajo. Lo demás... yo qué voy a saber: se diluyó en el acontecer mismo. Continuemos con el ojo distraído: sí, algo lo distrajo. Un galope. El paso de una bandada de flamencos. Todos en el jardín. Tomaron agua en la fuente. Pájaros enormes tan pero tan rosa que pensé que la sangre evaporada se coagulaba formando plumas de ave zancuda.
Las hojas gritaban ritmos dementes. Mi oído no respondía tampoco las piernas se habían diluido al tocar el césped, claro. Desde las ramas ojos amarillos miraban mas no miraban amarillos desnudando el paisaje de bruma. Una línea perfectamente delineada salía del espesor para inyectarse en los flamencos. Empecé a tener conciencia de mis uñas y me las comí, pues tenía nervios y tenía uñas: sabía como usarlas.

El violento chasquido de músculos tensionados anunció una sombra de marfil negro. Una mancha de tinta. Sonó el teléfono. No contesté estaba muy borracho para hacerlo muy nervioso para hacerlo sin uñas para hacerlo. Otra vez un ruido. Se movió la espesura. Un mico negro con cara rojaazulamarilla rasgó el aire en no sé cuantos pedazos. Eran tantos los pedazos y los nervios que no enumeré nada, sólo enhebré un par de moscas cuando crucé la mirada con el mico. Era un mandril. No muy alto no muy moreno casi ario. No lo saludé. No lo conocía no sabía ni donde tenía las manos, claro, por si quería saludarme. El hombre que saluda, saluda en cuanto tenga a quien saludar de lo contrario todo pierde sentido. Sonó el teléfono. Nada, que iba a contestar. Nada. El mico dejó de hundir sus ojos en mi cara en mi nariz en mi lengua. Pude volver a respirar, lo básico. Avanzó unos pasos hacia los flamencos. Miraron. Corrieron. Algunos volaron otros no: sólo trotaron con su copa de jugo en el ala. El mico no lo pensó más de tres veces y fue el número exacto de detonaciones musculares que escuché. El tiempo se detuvo. El humo, la sangre evaporada y el ojo que recogía señales. Las explosiones seguían; el licor se acabó... sí, pero la fiesta seguía.

El fango salpicaba la carrera del mico de cara rojoazulamarilla. Los flamencos sentían las uñas del mandril rebanando la estela de olor y tranquilidad que dejaban a su paso. El hocico abierto de la muerte revoloteaba aquí y allá en busca de algo para comer. Finalmente entre tantas plumas tanto afán, un flamenco chiquito desfalleció. El mico negro no lo creía. Daba pasos lentos y reproducía el iris de la presa en el suyo. Sonó el teléfono.

La mano negra delgada y áspera se abrió; el frágil cuello: su objetivo. Una detonación muscular que me dejó casi sordo, fue seguida de la estrangulación. El mandril tenía un algodón de azúcar con pico negro. Se rió con los ojos. Yo recordé esa niña de ojitos rasgados que disfrutaba de unas hebras de azúcar. Suspiré. Sonó el teléfono ¡Hombre que no contesto, que no¡ El mico abrió la boca. Dos dagas refulgían escoltadas por cuchillas enanas: despedazaron el flamenco y fluyó un espeso río de jalea. Jugo de mora. Espeso. Suspiré y pensé de nuevo en la niña de los ojos rasgados. En sus labios imperceptibles. El mico masticó la presa como la niña de ojitos rasgados mastica el algodón todas las tardes. La boca negra del mandril contrastaba de forma única con las plumas rosadas. Nunca había visto un algodón de azúcar con pico negro tampoco un mico que lo disfrutara tanto que arrancara cada hilo de carne con tanta ternura. Con tanto gusto. El teléfono no volvió a sonar mientras acababa de comer. La angustia me corría por los pulmones y los nervios. ¡Todo ese tiempo que escuché el ring ring y no contesté! Pudo haber sido la niña de los ojitos rasgados. Tuve conciencia de mis manos de nuevo. Se acabó el licor se acabó el ring ring se cerró el ojito rasgado se rasgó la ciudad. Traté de pararme. La botella estaba vacía.

No hay comentarios.: