Llovió. Y sí que llovió.¿Y estaba buena el agua? Lo miró y sólo le quiso decir cosas de la vida cotidiana, de la U, por ejemplo. Hubo silencio: sólo se escuchaba el ruido de la lluvia y el ruido de la toalla secando el pelo y el ruido de algo más. ¿Una bomba? –preguntó-. No nada de éso; no sé: un herido, algo con una vaina con… una pipa de gas… una cerveza. No sé. Te llegó ésto. ¿Qué es? Lee, luego me preguntás. “PD: me gustaría que la D cambiara de lugar con la P; que la de fuera una H, y que así las cosas, terminara con una S minúscula.” Otra carta de esos estudiantes. Otra carta igual a las que deberían llegar todos los días? Las miradas se cruzaron. Hubo silencio. De un modo u otro estaban atrapados, con la mirada fija en el páramo, un lugar metafísico donde el frío no se siente, se piensa y el viento que pasa transporta un silencio negro que quema detrás de los ojos. Se rascaron la nariz al tiempo y se rieron. Comieron. Esa noche pensaron en la guerra de 1914, en el error de quienes corrían las trincheras para avisar que necesitaban apoyo y no eran escuchados. Pobres, sí –pensaban-. Corrían horas entre los bunkers llenos de muertos, y éllos llenos de miedo, éllos llenos de noticias desde el frente para el Estado Mayor y tras el frente aquellos llenos de salud y trabajo por delegar. Pensaba: tras cada pasadizo la muerte al asecho, éllos empuñando un arma –su única esperanza-, y aquellos tras el frente empuñaban una botella de brandy. ¿Y reían? ¡No güevón!
Ah ya: Todos estaban desconectados. Hubo silencio. Ninguno de los dos hablaba. Vení, contame de la U y de esa carta. Ya hablamos de éso –dijo, y salió flotando por los aires-.
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