1.
Cada suspiro es un mamut menos en el planeta –le decía su hermano mayor, hermano de barba y con gafas-. Te dicen en el cole que ya están extintos, que se acabaron, pero existen aún. Recordá, cada suspiro es un mamut menos –sentenció la tarde en que se fue; no volvió; en su casa no lo extrañaron-. Esto era lo que más recordaba de su niñez. Nunca lo olvidaba, trataba de nunca suspirar. Y un día sentada en el césped del jardín, dejó de suspirar. Pasaron 5 años: ni un suspiro. En agosto lloró. Mucho.
29.
Eran las doce y el agua no bajaba. Dependían de las gotas, dependían de esas canciones de Grin Dei. Grin Dei –valga la aclaración- era una nena; era alta y de pelo azul, o negro casi azul; tocaba guitarra como la tocan en Valhala; fumaba marihuana, y mucha. Nunca supe el por qué del sobrenombre. Y ahí estaban: ella, la policía, la fiscalía, y mucha gente, chismosos. Andrea y yo estábamos ahí. Nos aterró verla tirada, verla sin su guitarra. Se tiró, estaba viva, cuando calló dijo unas groserías y se murió –dijo la señora gorda del segundo piso-. Grin Dei vivía en el piso 5. Murió horriblemente, deprimida, cayó muchos metros. Ya en el suelo, parecía como pisoteada por un mamut.
3.
Tomamos gaseosa. No tenía gas. Horrible, pero qué más da. Nos quedamos hablando un rato. La cafetería era agradable, buenos asientos, no olía mal, el trapo con el que pasaban limpiando las mesas antes de servir no olía a leche; olía a menta. Especulamos sobre la vida, sobre el precio del café y el alza del dólar. Nos comíamos el hielo que quedaba en los vasos de la gaseosa. Los mordíamos y el sonido nos daba placer, una sensación de ser eternos, o de ser barcos balleneros. Mordí otro hielo y sentí algo raro dentro. Con los dedos me raspé la lengua: eran unos pelos. Como un mamut congelado –me dijeron-. No me pude contener y las lágrimas brotaron sin control o o ol. Señor, una aromática para esta mesa. Dije No, que me den nada. No quiero nada más.
Cada suspiro es un mamut menos en el planeta –le decía su hermano mayor, hermano de barba y con gafas-. Te dicen en el cole que ya están extintos, que se acabaron, pero existen aún. Recordá, cada suspiro es un mamut menos –sentenció la tarde en que se fue; no volvió; en su casa no lo extrañaron-. Esto era lo que más recordaba de su niñez. Nunca lo olvidaba, trataba de nunca suspirar. Y un día sentada en el césped del jardín, dejó de suspirar. Pasaron 5 años: ni un suspiro. En agosto lloró. Mucho.
29.
Eran las doce y el agua no bajaba. Dependían de las gotas, dependían de esas canciones de Grin Dei. Grin Dei –valga la aclaración- era una nena; era alta y de pelo azul, o negro casi azul; tocaba guitarra como la tocan en Valhala; fumaba marihuana, y mucha. Nunca supe el por qué del sobrenombre. Y ahí estaban: ella, la policía, la fiscalía, y mucha gente, chismosos. Andrea y yo estábamos ahí. Nos aterró verla tirada, verla sin su guitarra. Se tiró, estaba viva, cuando calló dijo unas groserías y se murió –dijo la señora gorda del segundo piso-. Grin Dei vivía en el piso 5. Murió horriblemente, deprimida, cayó muchos metros. Ya en el suelo, parecía como pisoteada por un mamut.
3.
Tomamos gaseosa. No tenía gas. Horrible, pero qué más da. Nos quedamos hablando un rato. La cafetería era agradable, buenos asientos, no olía mal, el trapo con el que pasaban limpiando las mesas antes de servir no olía a leche; olía a menta. Especulamos sobre la vida, sobre el precio del café y el alza del dólar. Nos comíamos el hielo que quedaba en los vasos de la gaseosa. Los mordíamos y el sonido nos daba placer, una sensación de ser eternos, o de ser barcos balleneros. Mordí otro hielo y sentí algo raro dentro. Con los dedos me raspé la lengua: eran unos pelos. Como un mamut congelado –me dijeron-. No me pude contener y las lágrimas brotaron sin control o o ol. Señor, una aromática para esta mesa. Dije No, que me den nada. No quiero nada más.
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