Dos hombres; uno frente al otro. Una mujer; a un lado. Hebras de humo en el aire. Luego una inmensa telaraña donde, entre otras cosas, quedaban atrapadas las notas de jazz y las malas palabras. El día era perfecto -más en ese instante- para uno de los hombres, para el más idiota de los presentes. Ron, una cerveza, un saco luego. Una esponja. Un que pena, un par de preguntas estúpidas, un vacío. Un adiós. El recuerdo de una madre.
El Touluse-Lautrec del escapismo.
Los caminos y la conversación nunca coinciden. Uno de los hombres se perdía entre el jazz, el rock cantado por una niña, un "me amarras los zapatos", el fútbol, la mujer presente, su risa, su cara (la de ella). Y el humo. Ah, ese humo negro que sale del alma sin cigarrillo que estorbe su trayectoria; el flujo del oxígeno era dudoso en ese momento. La ventana a la derecha mostraba la ciudad y un sentimiento pasaba por los torrentes interiores. El tiempo y las serpientes siempre han estado presentes en la vida de uno de esos hombres allí sentados. Las serpientes como parte fundamental de una estricta dieta, y el tiempo como motor de sus horrores, de sus miedos con cara de muñeca, de perro rabioso, y de las alegrías que se escapan corriendo.
El camino a casa. Difícil, solo puedo afirmar eso. El barrio sin luz, mis ojos -decía uno de los hombres- sin luz. No es raro que Andrés Calamaro, asaltante de caminos y asesino de tangueros, tenga en el Naranjo en Flor las promesas, y que crea que una tragedia pueda ser un pájaro sin luz.
El Touluse-Lautrec del escapismo.
El camino a casa. Difícil, solo puedo afirmar eso. El barrio sin luz, mis ojos -decía uno de los hombres- sin luz. No es raro que Andrés Calamaro, asaltante de caminos y asesino de tangueros, tenga en el Naranjo en Flor las promesas, y que crea que una tragedia pueda ser un pájaro sin luz.
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