domingo, abril 03, 2016

Sobre la inmortalidad del alma

El alma es inmortal aunque haga parte de un cuerpo terreno y, por ende, mortal, finito. La cábala y ese dibujito bonito donde ponen los séfirots ayuda a entender la lejanía y la cercanía de las cosas con otras, que no son cosas, la verdad, sino sus sombras proyectadas en las paredes del estómago de Dios. 
Así pues, habría que pensar que Alejandro Magno no hubiera podido helenizar el Asia Menor de haber trabajado en –inventemos un ejemplo- Magdonals o cualquier otro empleo destructor del alma. El alma es inmortal, ciertamente, pero las limitaciones y condicionamientos a esa materia que llevaba el nombre de ánima terminan por resquebrajar el dogma o, bien, de acentuarlo. 
Por una parte, resquebrajar porque dicha inmortalidad es menguada, alejada de la Corona como en el dibujito de los séfirots y, por lo tanto, disuelta en algo más. Esta disolución da al trasto con la infinitud. Por otra parte, acentuar, porque si reducir el molde o amarrar la rienda –como quien dice- conduce a la degradación del alma, entonces una vez diezmada su fuerza y al ser inmortal, lo que queda para otras vidas u otros planos de existencia, resulta poco. Así mismo, esta escasez permanece y acompaña el ánima, haciendo que su portador no sea más que un ser de miras exiguas; en un lenguaje más técnico, habría que decir que queda hecho una güeva.
Pareciera ser que quienes condicionan lo saben: la destrucción del alma es lo primordial. Poder es saber, y saber esto, tal vez sea, el verdadero poder. Ahí está, ese es el verdadero capital, lo otro, sólo son monedas y papeles que huelen mal si no se sueltan cuando la mano comienza a transpirar.
Se dice de Alejandro Magno cortó el nudo gordiano. Se dice que el rey Poro y el clima de la India frenaron su ambición. También se dijo que en su ciudad se construyó una enorme biblioteca que luego fue quemada por caprichos de la lógica. Todo esto resulta banal frente al problema real.
El viejo cerró de golpe la mano derecha que siempre estiraba para hablar mientras cerraba los ojos. Sus pestañas parecieron obedecer a dictados superiores, dictados que no se parecían a esos en los que tan mal le iba en tercero de primaria. Recuerda a Carmenza; ella lo recuerda por el hijo putativo de John y Frances Allan. El viejo.

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