Sentía las tres de la
tarde sobre su piel pero no podía moverse. Las tropas del general Saturnino
Restrepo estaban en la zona y a ellos no les quedaba más que aguardar la
oscuridad. También pensaban en la virgen María, el Espíritu Santo y en el
barrio de tolerancia, que en la zozobra les resultaba tanto el Padre como el
Hijo. Sí, todo eso tan anhelado para un bandido era Dios, aunque mejor, porque
tenía rostro de mujer.
Eso fue más o menos lo
que le entendí a Machi Löwenstein, que me hablaba sobre uno de sus ensayos, de
sus tentativas de ganarse el Nobel algún día reciclando historias de las
guerras civiles de Colombia, esas que quemaban la parte de debajo de las novelas
de García Márquez y que se transparentaban en la soberbia y el nihilismo de
Caro y de Cuervo. Par de marcianos, llegué a pensar, corrigiendo la trayectoria
de una palabrota que no iba al caso, no iba no.
-Y bueno, ¿qué más va a
pasar? –le dije yo a la Löwenstein mientras sentía que el viejo la miraba
exhorto; ¿qué le pasará al viejo? Pensé yo en mi falso silencio con los ojos
clavados en los de la dueña de la respuesta a mi pregunta-.
Que nada, que todavía no
sabía. Así, tomé entonces la delantera y cuando se fue escribí un cuento que
era mejor: al tal Saturnino lo nombraban gobernador en virtud de una de esos
actos ridículos de quién sabe qué asamblea o qué junta dirigida por Mariano
Ospina Rodríguez y lo mandaban en misión diplomática a Londres. Mientras esos,
mientras eso. No, definitivamente me siento muy idiota citando tantos nombres
de la historia de allá. Mejor pensar qué
hacían, mejor nada.
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