Estaba en el centro y vi al viejo del otro lado
de la avenida. Estaba montado en una silla de ruedas masticando algo. Mascaba
con fuerza mientras la luz, roja, del semáforo le coloreaba la cara. La tarde caía
y así en bloque, rompiéndose, disimulaba los cláxones de los carros y las
motos. En Saint-Germain.
Cundo pasé la calle, él intentó hacerse el bobo
–hacerse el marica, la verdad- dando media vuelta. Antes de tocarle el hombro y
tomarlo del cuello con mucha fuerza, no pude dejar de admirar la maestría con
la que conducía la silla, putain !
-Ole, ¿qué es esta payasada? –le dije mientras
le metía mis dedos sucios a los ojos.
Una morena muy bonita que por allí pasaba nos miró
y el viejo le hizo saber con una seña que no era nada, que esto era cosa de
amigos. La mujer dio media vuelta y la falda muy corta dejo ver tanta oscuridad,
tanta tanta, que perdí de vista la mano del viejo hasta que la sentí en estómago.
Un gancho al hígado.
De rodillas y sin aire, el viejo me tomó de la
corbata mientras me acariciaba los pocos cabellos y me dijo: marica, no dé
visaje pues que la silla de ruedas es para cargar armas de fuego.
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