jueves, septiembre 10, 2015

"Let's see Paul Allen's card"

El viejo me vio triste, pero contenido, tratando de tragarme el tic-tac del cocodrilo que venía subiendo lentamente por mi esófago luego de haber nacido como todos- de un huevo que pone otro cocodrilo más grande, blanco, incubado en las corrientes de la médula ósea. Me preguntó a su manera que qué me pasaba, “qué putas le pasa”. Yo no pude moverme a tiempo y su mano abierta me golpeó de lleno el rostro. La palma de su garra comenzó a instalarse lentamente en mi pómulo derecho y yo, riéndome, pero con un gesto, a lo mejor, bastante brusco le dije que nada.
Se sentó y pude ver entonces que sobre la mesa había dos tazas de café, oscuro, humeante. El gesto de camaradería me sorprendió pues desde que el viejo había vuelto de la tumba eso hace un par de semanas- no se había comportado a la altura. Raro. Pero ahora, mientras hacía eso que tan desfachatadamente llaman (ellos, los más, el vulgo, esos hijueputas) carrizo, lo vi por fin limpio, bien vestido y sonriente.
El primero sorbo, mientras sentía el asiento tomar la forma de mi espalda, me lo dijo todo, él también. El viejo. Somos hijos del azar y no nos guiamos sino por los rituales y la obsesión. Mi hígado estaba algo dañado, mi estómago, mis órganos internos, todos quemados por este sentimiento de no sabernos comportar solos en una puta ínsula.

-¿Oiga, sabe qué decidí?
-No, no sé.

El viejo siguió bebiendo café hasta que sus ojos me revelaron que estaba ya viendo el fondo de la taza; seguramente quería más y me apresuré a tomar la cafetera que la hermana del yogui había traído como ofrenda de Zúrich, había traído eso y una libra de mirra. Una libra.
Ruido de agua que corre.

-Sí, ya sé lo que le pasa, marica, es decir, señor, que es lo mismo –dicho ésto estalló en una carcajada que juzgué contagiosa y dejando las formalidades de lado nos pusimos a hablar de cortarle la cabeza a los cadáveres de los conejos de la chacra de Machi Löwenstein: muchas veces nos había dicho que fuéramos con ella y que eso de la taxidermia era fácil, que ella nos enseñaba-.

Yo de Machi Löwenstein recordaba su sonrisa bajo unos ojos que me quedaba muy complicado mirar, por culpa de sus gafas negras.
Hicimos luego el juego típico ese de las carta, de los arcanos mayores y American Psycho. Terminado el café, solamente nos quedó luego cantar y salir volando por la ventana.
El aire estaba frio esa noche y a pesar de planear a voluntad –fácil muy fácil, con soltura- entre los vientos malolientes de Paris. Se me olvidó lo que quería decir. La puta ciudad, nos tenía atrapados, moraleja del viento que comenzaba a ser cada vez más fuerte, frio, cuando terminaba le peripherique.
Una cosa era no poder pasar una corriente de aire o asfixiarse por no poder tomar jugo de guayaba agria, pero otra muy distinta era tener que vivir lejos del ritual y a años luz de no estar obligado a disimular una obsesión.
Cuando el viejo me señaló con un gesto que volviéramos, que ya no se podía planear más, yo quise guardar mis alas para dejarme caer y resquebrajarme contra el asfalto lleno de mierda de paloma y orines de esta la patria de Baudelaire y de tantos otros désabusés des jeux de vidéo

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