El viejo me vio triste, pero contenido, tratando
de tragarme el tic-tac del cocodrilo que venía subiendo lentamente por mi esófago
luego de haber nacido –como todos- de un huevo que pone otro cocodrilo más grande,
blanco, incubado en las corrientes de la médula ósea. Me preguntó a su manera
que qué me pasaba, “qué putas le pasa”. Yo no pude moverme a tiempo y su mano
abierta me golpeó de lleno el rostro. La palma de su garra comenzó a instalarse
lentamente en mi pómulo derecho y yo, riéndome, pero con un gesto, a lo mejor,
bastante brusco le dije que nada.
Se sentó y pude ver entonces que sobre la mesa había
dos tazas de café, oscuro, humeante. El gesto de camaradería me sorprendió pues desde que el
viejo había vuelto de la tumba –eso hace un par de semanas- no se había comportado
a la altura. Raro. Pero ahora, mientras hacía eso que tan desfachatadamente
llaman (ellos, los más, el vulgo, esos hijueputas) carrizo, lo vi por fin
limpio, bien vestido y sonriente.
El primero sorbo, mientras sentía el asiento
tomar la forma de mi espalda, me lo dijo todo, él también. El viejo. Somos
hijos del azar y no nos guiamos sino por los rituales y la obsesión. Mi hígado estaba
algo dañado, mi estómago, mis órganos internos, todos quemados por este
sentimiento de no sabernos comportar solos en una puta ínsula.
-¿Oiga, sabe qué decidí?
-No, no sé.
El viejo siguió bebiendo café hasta que sus ojos me revelaron que estaba ya viendo el fondo de la taza; seguramente quería más y me apresuré a tomar la cafetera que la hermana del yogui había traído como ofrenda de Zúrich, había traído eso y una libra de mirra. Una libra.
Ruido de agua que corre.
-Sí, ya sé lo que le pasa, marica, es decir, señor, que es lo mismo –dicho ésto estalló en una carcajada que juzgué contagiosa y dejando las formalidades de lado nos pusimos a hablar de cortarle la cabeza a los cadáveres de los conejos de la chacra de Machi Löwenstein: muchas veces nos había dicho que fuéramos con ella y que eso de la taxidermia era fácil, que ella nos enseñaba-.
Yo de Machi Löwenstein recordaba su sonrisa bajo unos ojos que me quedaba muy complicado mirar, por culpa de sus gafas negras.
Hicimos luego el juego típico ese de las carta,
de los arcanos mayores y American Psycho. Terminado el café, solamente nos quedó
luego cantar y salir volando por la ventana.
El aire estaba frio esa noche y a pesar de
planear a voluntad –fácil muy fácil, con soltura- entre los vientos malolientes
de Paris. Se me olvidó lo que quería decir. La puta ciudad, nos tenía atrapados, moraleja del viento que
comenzaba a ser cada vez más fuerte, frio, cuando terminaba le peripherique.
Una cosa era no poder pasar una corriente de
aire o asfixiarse por no poder tomar jugo de guayaba agria, pero otra muy distinta era tener que
vivir lejos del ritual y a años luz de no estar obligado a disimular una obsesión.
Cuando el viejo me señaló con un gesto que volviéramos, que ya no se podía planear más, yo quise guardar mis alas para dejarme caer y resquebrajarme contra el asfalto lleno de mierda de paloma y orines de esta la patria de Baudelaire y de tantos otros désabusés des jeux de vidéo.
Cuando el viejo me señaló con un gesto que volviéramos, que ya no se podía planear más, yo quise guardar mis alas para dejarme caer y resquebrajarme contra el asfalto lleno de mierda de paloma y orines de esta la patria de Baudelaire y de tantos otros désabusés des jeux de vidéo.
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