lunes, agosto 24, 2015

Saudade de cosas que no quiero que pasen

Sentado, leyendo y escribiendo, pero sobre todo pensando –porque esa mierda que llaman cerebro no se apaga, no se apaga-, me asaltó una idea, una visión del futuro. La muerte. Morirse. Imaginé el dolor, la tristeza y una falsa, y no menos tonta resignación, de dejar lo conocido, de irse para un país donde no piden ni visa ni nada, pero donde no se puede respirar. Sentí un inmenso vacío y me quedé como sin ganas de mover los dedos que hacía apenas dos segundos se movían sobre el teclado del computador. / Salí de allí, sin acabar esta ardua e ingrata tarea de escribir un libro, y me puse a leer Edogawa Ranpo, Le Lézard noir. Me reí, mucho. Ni sentí las estaciones. Cerrado el libro y caminando por los pasillos de Châtelet. Llegué de la 14 a la 1, las líneas, y el sentimiento de la ensoñación, que no llega a ser macabra –escatológica, cuanto más- no me dejaba tranquilo. / Comí, hablé con mi familia, con mi papá y mi mamá, luego con Margarita, miré el precio del euro: 3700 y pico. Pero esto no me entristeció, sí me preocupó. No me entristeció, pues ya estaba así; culpa de prefiguración de la melancolía del alma rica extinguiéndose entre un montón de carne, grasa, huesos. Creo que uno nunca piensa bien cuando dice que se quiere morir (pienso en las entrevistas que a veces veo del señor Fenando Vallejo). Yo no me quiero morir, y por eso escribo, por eso dibujo y hablo lo que quiero así me signifique el asco de los otros. El arte, o su remedo, su hujueputa y triste y canalla remedo, es lo único que queda de digno en esta existencia, hecho a mano y en casa. En este devenir, la idea que titila dos segundo y el pensamiento que nace de los huesos para dejar de ser esa luz verde de los sueños, la que vi el domingo en la madrugada y que me dejo perplejo y que no logro explicarme, es lo aviva la hoguera. El arte y muchas otras cosas, pero sobre todo el arte. 

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