Sentado, leyendo y escribiendo, pero sobre todo
pensando –porque esa mierda que llaman cerebro no se apaga, no se apaga-, me asaltó
una idea, una visión del futuro. La muerte. Morirse. Imaginé el dolor, la
tristeza y una falsa, y no menos tonta resignación, de dejar lo conocido, de
irse para un país donde no piden ni visa ni nada, pero donde no se puede
respirar. Sentí un inmenso vacío y me quedé como sin ganas de mover los dedos
que hacía apenas dos segundos se movían sobre el teclado del computador. / Salí
de allí, sin acabar esta ardua e ingrata tarea de escribir un libro, y me puse
a leer Edogawa Ranpo, Le Lézard noir.
Me reí, mucho. Ni sentí las estaciones. Cerrado el libro y caminando por los pasillos
de Châtelet. Llegué de la 14 a la 1, las líneas, y el sentimiento de la ensoñación,
que no llega a ser macabra –escatológica, cuanto más- no me dejaba tranquilo. /
Comí, hablé con mi familia, con mi papá y mi mamá, luego con Margarita, miré el
precio del euro: 3700 y pico. Pero esto no me entristeció, sí me preocupó. No
me entristeció, pues ya estaba así; culpa de prefiguración de la melancolía del
alma rica extinguiéndose entre un montón de carne, grasa, huesos. Creo que uno nunca
piensa bien cuando dice que se quiere morir (pienso en las entrevistas que a veces veo del señor Fenando Vallejo). Yo no me quiero morir, y por eso
escribo, por eso dibujo y hablo lo que quiero así me signifique el asco de los
otros. El arte, o su remedo, su hujueputa y triste y canalla remedo, es lo único
que queda de digno en esta existencia, hecho a mano y en casa. En este devenir, la idea que titila dos
segundo y el pensamiento que nace de los huesos para dejar de ser esa luz verde
de los sueños, la que vi el domingo en la madrugada y que me dejo perplejo y que no logro explicarme, es lo aviva la hoguera. El arte y muchas otras cosas, pero sobre
todo el arte.
lunes, agosto 24, 2015
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