Frio, ya estaba haciendo frío en casa. Habîa
entrado el muy hijo de puta sin que lo hubiéramos dejando entrar. El viejo y
yo, para transformar en psíquicos los fenómenos físicos nos sentábamos en la
sala, a conversar. Con la boca llena de comida –un pan tal vez- el viejo me
dijo algo refiriéndose a un comentario que le había hecho mientras preparábamos
el agua para el chai.
-Sí, no
creo que odie a la humanidad entera –dijo cerrando los ojos para rascárselos
luego-, no le alcanzaría el odio –completó mientras iba tomando asiento. La
silla amarilla.
Tomamos un sorbo de nuestras bebidas en
silencio. Luego él se sentó en la palabra y comenzó a pontificar sobre la
debilidad del odio, sobre la naturaleza de ese sentimiento. Al perecer él lo conocía
muy bien; habían pactado una especie de amistad y desde no sé qué ritual, éste,
el odio, recorría los cominos de sus sangre y lo aconsejaba. Habló de alguna
vez donde una persona que había sido su amiga, había dicho que la madre del
viejo estaba muy mal. Y esto, únicamente para ver una expresión de tristeza en
la cara del viejo. La muy hija de puta había inventado una historia para poder
sentir ternura a expensas del viejo.
-Desde aquel momento, quise que se muriera y que
cosas horribles le pasaran -yo puse mis ojos sobre el viejo, que iba fabricando
su discurso mientras una especie de sonrisa iba posándose sobre sus labios.
-…¿Y?
El viejo no terminó la frase por causa de las
carcajadas. El chai se regó sobre su
saco de lana, mojando su pantalón. Un charco se formó y cuando paró de reírse las
gotas que caían sobre el agua estancada sobre el piso de parqué remplazaron la
risa del viejo. Hasta que se hizo el silencio. Yo me quedé callado y recordé algo
del Aquiles y la tortuga.
-Aquiles y la tortuga –pude por fin decirle
luego de escuchar una gota se fundía sin violencia en el charco.
-Sí.
Entendí
entonces. Entendió, respondió el viejo.
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