Le pregunté una vez al viejo sobre sus razones
para escribir. Motivación. No recuerdo la formula, pero tenía muchos signos de
interrogación y muchos giros inesperados. Antes de decidirse a hablar me dijo
que yo no tenía la menor idea de hablar, de cómo hacerlo.
-Un día me di cuenta que no podía hablar siempre con la gente que quería, así que me puse a inventar dialogos –me dijo entre risas contenidas y contracciones de sus manos- y a repetirlos en mi mente. Hasta que un buen día no necesité más de la gente y me vi solo, encerrado en mi prisión de carne y hueso. Esto –prosiguió el viejo- comenzó como un dispositivo para evadir la soledad, para crear compañía, y terminó siendo el remedio más eficaz para mantener a la sociedad a raya; si los amigos que tienes no se dejan ver, búscalos destrás de tus párpados; si no puedes hacer buenos amigos, sé tu mismo el mejor de ellos; si no puedes tener conversaciones interesantes con nadie, sé tu propio núcleo de intereses; si no puedes con la sociedad, sé tu mismo la sociedad y bórrala por absorción.
La luz era tenue.
Los bonbillos baratos que teníamos en esa época hacían de la penumbra nuestra dicha; la ceguera, nuestro paraíso. Con el ceño muy fruncido y bajo esa luz tuvimos las mejores conversaciones; siempre había vino sobre la mesa roja, vino blanco sobre una mesa roja. El viejo se perdía en sí mismo, pero yo veía en sus ojos aquella conversación con la italiana –esa de la que siempre estuvo- y de cómo hizo de sus sentimientos un punto de antimateria para no acariciar esos labios con los suyos. Se controló aquella vez, como hacía mucho tiempo no le pasaba, y esto lo perturbaba. Yo lo notaba, en su sonrisa menguada, lo sentía en la Luna que envenenaba sus días con recuerdos de los Persas.
El viejo me decía que sentía, que sabía que lo querían pero que nunca podía estar con esa gente, con sus amigos y demás, así que comenzó a sentar sus propias personalidades en la sala, luego esas personalidades llenaban salones enteros y ni el vino ni la comida alcanzaba para manterlos callados; luego estaban por todas partes, sueltos. Cuando la situación se volvió crítica se las llevó a vivir a hojas de papel.
-Pero –le decía yo al viejo mientras mientras me quitaba las medias-...
-...
-Entiendo –respondí; el viejo abrió su chaqueta
y sacó su diario (una libreta parda) y de allí me leyó las siguientes frases,
que al parecer eran un extracto de un libro antiguo, que encontró en una de sus
excursiones por los bajos fondos de Praga o algo que vio en un programa de televisión: « Je suis le messager
de la Lune rouge, serviteur de Dieu et de la mère louve, sa prêtresse, plongée
dans la plus profonde quiétude grâce à la bénédiction du feu et de l'eau. La fleur, objet de l'affection du prince de la nuit, libérera son parfum. Sous son immuable
visage de marbre, elle a l'air immaculé d'une jeune fille ; le temps réduit tout à
son principe ; tout se résoudra à l'ère glaciaire, ineffable substrat, et alors il apparaîtra l'effroyable bête ! »
Yo me quedé mudo. Sí, lo que leyó estaba lleno de errores, de torpezas, pero. El viejo se ensombreció y yo estallé en un llanto tan hondo –fruto de una pena oculta y compartida e insoportable- que en ese momento sólo puede explicarse reduciendo a ceniza una montaña.
Soy el heraldo de la Luna Roja, no un servidor de Dios sino de la Madre lobo, su sacerdotiza postrada en la más profunda quietud con el hechizo del fuego y el agua. La flor, amante del Príncipe de la noche, liberará su perfume. Bajo su inmutable rostro de marmol parece una niña. Y el tiempo lo consume todo y lo reduce a sus órigenes, lo arrastra de vuelta al Big Bang, todo va de vuelta hacia la era glacial, inefable sustrato, y es allí entonces cuando aparecerá la horrible bestia.
Recordamos aquella carta que mandamos, esa donde el Big Bang era lo único que figuraba en el centro de una hoja de papel.
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