martes, agosto 07, 2012

Kino

Tú no fumas, ¿cierto? –me dijo sin mirarme. Yo le respondí que no, pero que me gustaba mirar el humo. –El humo es una de las formas del azar –le dije esperando un suspiro, algo así, una seña-. Así se revela a los Hombres: mientras que la hoja de papel deja de arder o cuando la vela apagada da su último suspiro –seguí esperando.

Me quedé esperando.

Ella me miró y sus ojos eran irresistibles. Tuve que mirarlos e ir alejando cobardemente la mirada en una serie de parpadeos. Una mariposa que se aleja del fuego hasta hacerse una con él, irremediabemente. No sé por qué me pasa: una mujer que me gusta me mira y mis ojos se secan, irremediablemente.

Fuimos entonces a caminar un rato y entonces quise oír la voz de Ella –que no tiene que ver nada con Scott- a quemarropa, sus palabras estaban en el aire. Esa parte es borrosa en mi memoria; pasos y un dolor de cabeza, nada serio pero lo suficientemente fuerte como para convertir una conversación en palabras. Palabras, a veces odio las palabras, me gustan los cuellos finos, las voces finas, las manos finas, los labios finos, el rugido del jaguar en la espesura de la selva y la cara del antílope. También me gusta cuando las fresas explotan sin razón, cuando las sonrisas no se ven. Ella me miró confundida. Su confusión me confundió a mi también. Recuerdo que una vez salí de una sala de cine y ya entiendo porqué en las lenguas eslavas le dicen kino; imágenes superpuestas sin ningún remordimiento y sonido que sigue un orden inexorable, una palpitación atada a un haz de luz. Me gusta la palabra inexorable. Me puse de pie ante su atenta mirada, estábamos sentados cerca del río, ella me miró, atónita. Yo ni la miré, ni le hablé, como si tuviera yo un adiós tatuado en la nuca. Adiós.

Me fui caminando esa noche hasta mi casa. Saqué las llaves del bolsillo y me di cuenta que ella vivía también allí, esa también era su casa.

La puerta estaba fría cuando apoyé la frente.

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