Despertó en
medio de cadáveres esa mañana. El asco lo sacudió antes de poder quitar los
cuerpos que inmovilizaban sus piernas y su mano izquierda, la cual estaba
prensada por dos cráneos. Sentía los cabellos y su ruido; este detalle lo acompaña hasta el día de su muerte. Muere de viejo.
Salió pues
de esa situación. Miró los cuerpos y eran todos de personas conocidas. Un patio
muy amplio, sin techo. Los pájaros cantaban. Tenían patas azules, cuerpo negro
y algunas plumas naranjas o rojas, él, él tenía un miedo el hijueputa, incoloro.
El Sol
desplegaba sus garras esa mañana y el aire era dulce. Él estaba aterrado pues
no entendía cómo había llegado hasta allí.
Dio varios
pasos hacia atrás para ver la pila de cuerpos y ya no estaba, ni él, ni la
pila. No había nada. Sentía que respiraba, pero era absurdo pensar que se es respiración, pulmones funcionando. Estaba a oscuras en la sala de su casa.
Parpadeó, se desperezó a la manera
minimalista. –Hola. Hola respondió y preguntó qué horas eran. Ella dijo que
estaba tarde, que se había quedado esperando. Él esgrimió un par de razones y
un libro, La mythologie égyptienne,
de un tal... –¿Osiris?-preguntó impaciente-. No, de otros, de Gilhou y de
Peyré. –Los trazos de Dios son los que mueven mi interés por el libro, no los
que escriben aquello por lo que me intereso, no el libro. –¿Perdón?- respondió
ella pretendiendo no entender y encendiendo un cigarrillo.
La penumbra
se rompe y deja ver sus caras. Segundos: lo que dura un cigarrillo encendiéndose
y un fósforo apangándose. Segundos, oscuridad desgarrada y caras. Cuando ella
llenaba sus pulmones de humo él podía verle la punta de la nariz y la piel que
queda justo entre las cejas y los párpados.
-¿Si te
acuerdas?- pregunta élla con una voz atenuada por el humo que sale abriéndose
paso entre palabras o vicerverza. No. Eso responde. Un seco nomeacuerdo fue la
respuesta, el complemento. Al fondo de la sala sonaba un reloj; seis campanadas.
En el lenguaje de la naturaleza eso quiere decir que es la hora del licaón. –¿Perdón?
No te estoy entendiendo nada –responde él muy preocupado al ver que ella abre
el bolso y el brillo de una hoja muy larga hace eco de la tenue luz que
despedía el cigarrillo.
Me va a
matar, pensó. Recordó las palabras del viejo: "hay días que duran una hora y media".
-Sí, sí ya
me acuerdo –respondió conteniendo el miedo. Tenía los pies descalzos y el contacto
con el suelo le decía que esta penumbra, esta sala llena de muebles y un gramófono,
sería su tumba. Yo seré tu tumba. –Sí, me acuerdo bien. Habla entonces, le
respondió ella dejando más quieta la mano que disimulaba el facón.
Ese instante,
el preludio entre su historia y el horror se escondía tras la parábola dibujada
por cigarro que iba hacía cenicero.
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