Recuerdo una vez en la que el abuelo me llevó a conocer el fuego. Nada que ver con conocer el hielo, esa vaina está en la nevera. No me importa. Bueno, el fuego: mi abuelo tendió unos palos, una ramas, encendió un fósforo. Al cabo de un rato las llamas surgieron de la tierra y una especie de capucha dorada iluminó la noche. La podía ver también en los ojos de mi abuelo. Ojos azules.
Me habló mi ab
uelo allí mismo de los mitos. -Ir a la iglesia es peligroso- dijo con una voz que coqueteaba con el fuego. La noche estaba inmóvil, el fuego la gastaba ante nuestros ojos. -La modernidad y la religión son una misma cosa -continuó diciendo con la misma voz-. La naturaleza se aparta de nosotros cuando escuchamos el sermón; los curas son peores que los científicos, que digo: mejores. Y así siguió mi abuelo hasta que el sueño me venció. Recuerdo que la noche no se movía de su lugar, y que el fuego bailaba en los ojos de mi abuelo. Hablaban. Hablaban sobre las invocaciones a la tierra, a las plantas y de las serpientes con sabor a whisky que comió de joven.
El parpadeo me trajo a la cama. El parpadeo me trajo la mañana. No me di cuenta y me quedé dormido. Mi ropa aún olía a humo. El fuego era real; la noche y la voz del abuelo eran reales, hasta ayer, hoy es otro día. Iré a misa para que en la parte de la paz, el cura me dé un bombón.

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