Hay relaciones que son de amores y de odios.
Esa del viejo y mía era de otro tipo: era solamente de
odio.
Llegué a esta conclusión cuando, llegando a la falda
de Saint Damien, sentí los ojos del jaguar
clavados en mi corazón mientras mi puño cerrado enjuagaba el llanto espeso que
brotaba sin razón. Estas últimas dos palabras van entre comillas, según los
susurraba el aire de la noche, ese aire sin nombre que susurra siempre que me
voy a morir, que me voy a morir y que, sí, adivino, me voy a morir. Pero no,
qué putas, qué me voy a morir; el castigo es vivir así en esta cosa rara que me
quema en carne viva mientras respiro, voy y vuelvo y pienso y digo verdades que
me sacan sonrisas trágicas y mientras esos payasos que me gritan desde la
esquina, me perdí. Ya no sé qué pensaba o para dónde iba lo que pensaba.
Como si se me hubiera olvidado apreciar la belleza y
las cosas puras, la voz del viejo me dice, no: me niega toda posibilidad de
estar o de ser, que desde Nebrija se notan como diferentes.
Pago el taxi entro a la casa y no saludo. Piso veintitrés
y todo está lleno de una cosa pastosa que se parece la depresión.
El viejo estaba haciendo fríjoles y no se dio cuenta
del momento en que entré y me dormí.
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