Hablando sobre la virtud, el viejo dijo que nadie había
sabido entenderla mejor que él. Esto, porque todos se atrevían a hablar de algo
tan barroco sin saber siquiera dibujarlo en el aire. El lo dibujaba con el dedo
índice como una escalera.
-Sí marica –le decía yo, guardando para mis
adentros la pena profunda de saberme derrotado; alguien había entendido
antes que yo las cosas que siempre procuraba bajo mis párpados y también con
ellos plegados, a través de estos-.
-Nanos gigantum humeris insidentes –dijo por
fin-.
Sí, el secreto estaba en despreciarse y usar su yo vacío
una vez lleno y reseco para poder subir más alto y comer en las alturas, sin
caer, queriendo no caer, el fruto que está en lo más alto y que el yo de ayer
no podía alcanzar. El universo, ese “infinito particular”, estaba así cimentado
o soportado no en troncos viejos, como Ámsterdam, sino sobre tortugas gigantes
y elefantes no de menor tamaño que parecían petrificados, pero que la verdad se
movían lento. Se mueven. El viejo.
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