Mucho se ha dicho sobre nuestro entender y también
mucho se ha callado, más lo segundo que lo primero.
En ese sentido, el ser parece más una cuestión de
condicionamiento y de su persistencia en la memoria.
La esencia entonces no existe, es un sinsentido, pues
todo es dado.
Pero si no, si sí existe algo que puede llamarse
esencia, es sólo silencio.
Por eso se eleva a extraño el hecho de que nos
censuremos comer carne humana y no la de aves o peces.
¿Por qué no hace zapatos con mi hijo y pequeñas teclas
de piano con huesos pulidos de alguien que conozco o que me miró mal?
No hay respuesta por fuera de aquellas que se nos han
transmitido, como relojes se pudren en la
mente de todos, de los vivos, de los muertos, de los que están por nacer y
de esos otros que nunca nacieron ni nacerán.
El ser humano está constantemente llamado por el
hambre.
Ésta susurra el nombre de cada quien, cualquiera que
este sea, para invitarlo a mirarse a los ojos.
Pero esto resulta difícil, porque un espejo es un
objeto mágico, uno de esos objetos que no son para cualquiera.
Pero una vez más –como con todo-, la mirada es una
invocación, un ser cambiante o un reptil emplumado, una estatua de seda o un
gusano de piedra.
Eso es la mirada y ella cambia o se queda fija, no
fija en el objeto, sino fija en sí misma, presa de sí, de la historia y la
memoria que persiste en los grupos, en las comunidades, en un miedo gregario
transformado en modas y formas de hablar.
Cómo resulta conmovedor el silencio cuando no lleva
nada dentro, cuando se eleva movido por el eco muerto de recuerdos sin dueño.
Oración para todos los días:
Imaginación, cósenos los labios para pensar un poco
más.
Imaginación, trae de vuelta los gaviales del Ganges y
pídeles que me devoren vivo para de mis gritos, de mis crujidos, renacer
transformado en mí mismo.
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