Tal y como era ya costumbre, la vuelta del viejo
de la muerte nos forzaba a la celebración, a la quema y destrucción de falsos ídolos;
esos que casi siempre no era ni falsos, ni mucho menos ídolos. Todos, hasta
nosotros, son una güevas, esta es la frase con la tarde se deshilachó, y así su
cadáver sirvió de alfombra a la noche que pasó por la puerta y se sentó con nos
a hablar, a dejar pedazos de sus labios sobre el aire inmóvil.
El ritual variaba un poco. Sobre todo, porque
esta vez había sido provocado por no sé qué jarabe que yo dejé caer sobre el sarcófago
del viejo. Pasado esto, no transcurrieron sino varios segundos antes de que el
cuerpo sin vida del viejo se tomara la forma clásica de gusanos queriendo salir
por las grietas de la tierra. El orden establecido –y eso ya me lo dijo alguna
vez el, antes- es esa tormenta de fuego, la respiración del ya'war-e'te. Cansados de tanta tontería nos declaramos
en guerra total contra el mundo, como el Banquero Anarquista, como los corales
y los árboles que en silencio se imponen, dejando que el tiempo los atraviese y
modificando la trayectoria de la ira para que su llama no se apague.
-Siempre lo creí así,
aunque no se viera a través de la niebla que mana del espejo –dijo el viejo
sacudiéndose la cabeza para dejar caer la tierra que aún le quedaba en el
cabello-, siempre le dije que las cosas eran así: escuche al Dr. Trinidad,
escuche cuando el viento le niegue la inutilidad de la voz, escuche.
Yo saqué un cortaúñas
y volteando una lata de pintura vieja que estaba bajo el asiento amarillo, me
quedé quieto.
-Por fin aprendió –me
dijo el viejo dándole cuerda a esa tortuga de plástico que se habría de tragar
el universo a las nueve de la noche, es decir, hace 24 minutos-.
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