Entró a su casa y cerró la puerta. Todo estaba bien, en orden. Pero cuando vio su cuerpo reflejado en el espejo del vestier acercándose a él, sintió náuseas. La sala estaba oscura y él estaba seguro de estar frente a un espejo. El sonido de pasos –cuyo eco retumbaba en esa oscuridad casi perfecta-, sumado al reflejo de la cortina, hicieron de su palidez algo inútil.
Antes de haber llegado a su casa, mucho antes de estar viviendo esta situación, estuvo en un pequeño bar, con amigos. Pero mucho antes de éso, en la mañana al levantarse, ya intuía que el día no pintaba bien. Levantarse con el pie derecho no pudo evitar las nauseas que le producía una sombra caminando hacia él.
El reloj despertador sonó y él despertó, dos veces. Tomó una ducha antes de desayunar y salió de su casa, también antes de desayunar. Al momento de entrar en el auto para ir al trabajo, vio su cara reflejada sobre la ventana y se sintió –por un segundo- como Tom Savini. Pensó en afeitarse al día siguiente; sin embargo, en el peor de los momentos y cuando ya es demasiado tarde –cuando eso que crees tu reflejo camina hacia ti, por ejemplo-, es cuando la palabra mañana pierde todo sentido y el tiempo se transforma en fe; dejar de afeitarse para hacerlo mañana es entregarse ciegamente a los números y las horas que se suceden unas a otras; cerrar los ojos y ver fichas de ajedrez que se deslizan lentamente cuando el tablero se inclina. ¿Por qué cerrar los ojos y verse untado de crema de afeitar es más fácil que verse bañado en sangre? Nada más triste que la fe en una casa vacía donde una sombra se acerca y la única salida está cerrada, con llave.
Ese día, conduciendo hasta el trabajo, nunca se sintió amenazado por el tráfico. Nunca pensó en un accidente. Subiendo cada peldaño hasta su oficina nunca pensó en que pudiera resbalarse. Cuando el sueño lo acosó después de almorzar, nunca sintió que pudiera dormirse y clavarse su bolígrafo hasta el lóbulo frontal. Nunca pensó en algo diferente a trabajar; el trabajo dignifica al hombre, pues lo mantiene alejado de la muerte como idea; la televisión dignifica al hombre pues lo mantiene alejado de la muerte como realidad.
A las 15h34 se manchó la camisa y fue al baño. Café. Cerca del nudo de la corbata: tres gotas, dos grandes y una pequeña. En el puño de la camisa: seis o siete. No siempre contaba las cosas. Recuerda haber entrado al baño buscando con la mano derecha el interruptor para encender la luz. Recuerda también que su reflejo hacía lo mismo. Ver una sombra sobre un fondo blanco y pensar que es uno mismo es divertido, pero –sobre todo- es un acto de fe. Encendió la luz y se limpió lo mejor que pudo.
A las 15h41 se acarició la barba y salió del baño. Un paso fuera del umbral se percató de no haber apagado la luz. Dio media vuelta y la apagó. Se contempló unos cuantos segundos: fondo blanco y una silueta, sin rostro al cual mirar. No sintió horror, no sintió nauseas, pero no sintió tampoco la necesidad de encender la luz. Le gustó verse sin encontrar sus propios ojos, sintió placer viéndose así: sin expresión, ni facciones. Placer y un pequeño escalofrío antes de volver a trabajar.
Camino a casa, fueron muchas las veces que se sintió un poco raro viéndose a los ojos en los espejos del auto. Las conversaciones con sus amigos fueron superficiales. En el bar se miró de nuevo al espejo, a los ojos. Intercambiar miradas con uno mismo, qué cosa tan estúpida. Eso pensaba mientras estacionaba el auto. Cruzar miradas con uno mismo, pensaba mientras ponía la reversa y aceleraba con cuidado. Cruzar miradas con uno mismo, pensaba mientras buscaba las llaves y abría la puerta de su casa.
Entró y sin buscar la luz cerró con seguro, doble llave. Luego dejó su bolso de mano y su sombrero, se quitó el sostén y lo tiró en el sofá. Se miró frente al espejo y vio como el contenido del espejo del vestier, sobre un fondo azul o gris, se acercaba hacia donde él estaba parado. Oía sus pasos. Sentía dedos fríos sobre su cuello.
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