domingo, diciembre 04, 2016

Hoya

Hay relaciones que son de amores y de odios.

Esa del viejo y mía era de otro tipo: era solamente de odio.

Llegué a esta conclusión cuando, llegando a la falda de Saint Damien, sentí los ojos del jaguar clavados en mi corazón mientras mi puño cerrado enjuagaba el llanto espeso que brotaba sin razón. Estas últimas dos palabras van entre comillas, según los susurraba el aire de la noche, ese aire sin nombre que susurra siempre que me voy a morir, que me voy a morir y que, sí, adivino, me voy a morir. Pero no, qué putas, qué me voy a morir; el castigo es vivir así en esta cosa rara que me quema en carne viva mientras respiro, voy y vuelvo y pienso y digo verdades que me sacan sonrisas trágicas y mientras esos payasos que me gritan desde la esquina, me perdí. Ya no sé qué pensaba o para dónde iba lo que pensaba.

Como si se me hubiera olvidado apreciar la belleza y las cosas puras, la voz del viejo me dice, no: me niega toda posibilidad de estar o de ser, que desde Nebrija se notan como diferentes.

Pago el taxi entro a la casa y no saludo. Piso veintitrés y todo está lleno de una cosa pastosa que se parece la depresión.

El viejo estaba haciendo fríjoles y no se dio cuenta del momento en que entré y me dormí.

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